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Las calles de los vestidos parecían un hervidero de miradas. Cada paso que dábamos, una oleada de ojos se posaba sobre nosotros, susurros bajos se deslizaban entre la gente como un viento gélido. Me sentí incómoda, como si me hubieran marcado con una tinta invisible que atraía la atención de todos. Mamá, sin embargo, parecía ajena al revuelo. Su rostro, inmutable, reflejaba una calma que me desconcertaba. ¿Acaso no la incomodaba la atención? ¿O era que simplemente la ignoraba?

Nos detuvimos frente a una tienda, aroma a perfume barato y a tela nueva llenó mis fosas nasales, telas colgadas en las perchas parecían bailar al ritmo del aire a suave que sonaba en la tienda. Emma, con la mirada brillante, señaló una tela de terciopelo azul que colgaba en la ventana. Mamá, con un gesto casi imperceptible, la acompañó hacia adentro. Yo me quedé en la entrada, observando cómo la tienda se sumía en un silencio sepulcral al entrar mi madre. Era como si un hechizo se hubiera apoderado del lugar, congelando a todos en sus posiciones.

Sr. Iris,la dueña de la tienda apareció de pronto, con una sonrisa tensa que no llegaba a sus ojos. "¿En qué puedo ayudarlas?", preguntó, su voz apenas un susurro. Mamá, con una mirada gélida que recorrió la tienda, respondió: "Mis hijas buscan vestidos para el baile. ¿Tienen algo que les pueda interesar?".

Sr. Iris-con un gesto casi servil, asintió. "¿Tienen algo en mente, señoritas?", preguntó, sus ojos fijos en Emma.

Emma-con la voz temblorosa, respondió: "No, de hecho, quería saber qué tienen".

Yo, con la garganta seca, solo pude agregar: "Yo... solo quiero algo sencillo pero llamativo".

Sr. Iris, con una sonrisa que no alcanzaba a disimular su nerviosismo, nos invitó a tomar asiento. Nos condujo a una mesa adornada con flores de seda y nos ofreció té y galletas. Mientras esperábamos, la gente seguía mirándonos, susurrando entre dientes. Emma se encogió en su asiento, sus ojos húmedos reflejaban mi propia incomodidad. Mamá, sin embargo, seguía imperturbable, su sonrisa cálida y acogedora, como si estuviera en su propia casa.

Una vez que la Sr. Iris nos trajo los vestidos, nos adentramos en los probadores. La seda fría y suave se deslizaba por mi piel, mientras el aroma a flores frescas inundaba el aire. Al salir, la sala se silenció. Las miradas se posaron sobre nosotras, como si fuéramos presas en una jaula. Un murmullo se elevó, un mar de susurros que se estrellaba contra nuestros oídos. Observé cómo sus miradas recorrían nuestros cuerpos, buscando defectos, juzgando con una crueldad silenciosa. Las comisuras de sus labios se curvaban en una mueca de desaprobación, sus ojos brillaban con una mezcla de envidia y desprecio. 

LA DUQUESADonde viven las historias. Descúbrelo ahora