Una renuncia inesperada

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El resto de la semana es un auténtico infierno. Abrir el correo es como empezar el periódico por las esquelas. ¿Soy una dramática? Lo soy. Pero es que no puedo más. David no se molesta en explicarme nada de mi trabajo y solo tiene exigencias. ¿Será que disfruta con mi desesperación? No hay documento que no tenga que rehacer una o dos veces. ¡Es tan frustrante! Parece que, en lugar de aliviar su carga de trabajo, termino aumentándola. No sé si puedo seguir perdiendo terreno en esta batalla durante otras 10 semanas.

El viernes, me encuentro sola en mi escritorio. Son las ocho de la tarde, el cansancio me sofoca y la pantalla del ordenador se convierte en un borrón de desesperación. Pero me he prometido a mí misma que no me iré con las cosas a medias. Aunque sean cosas que me ha encargado un masoquista. Sadomasoquista, podríamos decir, teniendo en cuenta que él tampoco se ha ido todavía.

Un nuevo correo del susodicho me cae como una losa. Es la gota que colma el vaso. No puedo más. Me levanto y me dirijo a su despacho. Alba, cálmate. Respira. Pero después de contar hasta 10, el enfado aún prosigue. No puedo más. No es justo. Ni me molesto en llamar para entrar en el despacho.

—¿Qué quieres ahora, Alba? —pregunta sin levantar la vista de su pantalla. ¿Eso que asoma en su cara es un esbozo de sonrisa? ¿Realmente está disfrutando con esto?

—David, tenemos que hablar. No puedo seguir así. Me estás consumiendo.

David levanta la mirada. Mi corazón se acelera, como si estuviera a punto de explotar bajo su escrutinio. ¿Por qué siempre tiene que ser tan intimidante?  Me alegro de haber decidido ponerme la falda. Sí, esa falda.

—Tienes cinco minutos—Respiro hondo y decido ir al grano. Alba relájate. Lo estás haciendo bien. Si quieres el respecto de David, no puedes mostrarme débil. 

—David, esto tiene que acabar. No puedo más. Renuncio.

David se inclina hacia atrás en su silla. Por un momento, parece sorprendido, pero rápidamente recupera su compostura. ¿Siento atisbos de arrepentimiento en sus ojos? No pienso caer en su juego.

—No puedes hacer eso. 

—Lo que no puedo seguir trabajando bajo estas condiciones. Tus condiciones. Te recuerdo que tenemos un trato. 

—Un trato que se está cumpliendo en sus estrictos términos—Se inclina hacia atrás en su silla, mesando su barba incipiente.

—Y, ¿cuáles son esos términos?.—Lo miro, desafiante.

—Los términos son son los términos. Cumple con tu parte y no habrá problemas.—Eso no tiene ningún maldito sentido. Quizá sí lo he pillado desprevenido y no sabe ni qué argumentar.

—Eso es lo que estoy haciendo. Pero no puedo trabajar contigo si vas a corregirme cada maldita coma. Hacer las cosas a tu manera no me importa, es algo a lo que puedo adaptarme. Pero soy parte de este equipo. Quiero que mis opiniones se tomen en consideración. Y eso no se está respetando.

Avanzo hacia la puerta para dar más firmeza a mis palabras. David también se levanta. Veo una pelusilla asomar por la camisa, indecentemente desabrochada. Me obligo a levantar la vista.

—De acuerdo, Alba.—Mi nombre tiene un sabor raro, en sus labios, como si lo alargase más de lo necesario. Mis dedos ya rozan el pomo.—Supongo que puedo ser más considerado con tus decisiones. Trabajar juntos. Directamente.

—Pero no podemos seguir trabajando juntos si no hay un respeto.— Me giro hacia él. No sé ni como me atrevo a soltar lo que suelto.— Y eso pasa por dejar de mirarme el culo.

—¿Qué? —Su expresión cambia, sorprendido.

—Lo que has oído.

Abandono rápidamente el despacho con una sensación de alivio. Quizá el nuevo David no sea tan distinto al que conozco.

Al salir del despacho, me encuentro con Jorge, que me espera con una sonrisa cómplice.

—¿Todo bien?

—Sí, mejor de lo que esperaba. —Le devuelvo la sonrisa, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, tengo el control de mi vida.

No te enamores de tu jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora