Payaso

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El hombre la observaba desde el umbral de la habitación, sus ojos aferrándose a cada detalle de su figura como si pudiera memorizarla para siempre. Estaba allí, sentada junto a la ventana, su silueta bañada en la tenue luz de la lámpara. Era la misma de siempre: tan pulcra y perfecta que parecía fuera de lugar en ese espacio pequeño y gris que compartían. No era una belleza estridente, pero cada gesto, cada movimiento le confería una especie de gracia tranquila que lo hacía olvidar por qué estaba tan desesperado.

Él se apoyó contra el marco de la puerta, intentando suavizar el tono de su voz. "No debes quedarte aquí. Si te vas conmigo, no tendrías que volver a soportar a ese tipo... a todo esto." Ella levantó la mirada por un instante, pero volvió a clavarla en sus manos entrelazadas, como si las palabras de él fueran solo brisa. Él apretó los labios. Había esperado una respuesta, cualquier señal de que comprendía lo que decía, pero sólo obtuvo ese silencio vacío.

"¿No entiendes? Podrías ser libre, tú vales más de lo que nuestras.  Conmigo no tendrías que... vivir así." La voz le tembló al final, se quebró. Él intentó reírse de sí mismo, disimular su inquietud, pero la risa murió en su garganta. Se inclinó hacia adelante, como si acercarse físicamente pudiera hacer que ella lo escuchara mejor. La sombra que proyectaba en la pared estaba deformada, curva, derrotada.

"En serio mereces algo mejor que ser la sirvienta de un perro," murmuró, buscando sus ojos. Pero ella siguió inmóvil, sus labios dibujando apenas una línea delgada. Algo en él se tensó. "¡Vamos, responde!" Los dedos le dolían de apretar el marco, el corazón bombeando furia y angustia. No entendía cómo podía seguir ahí, quieta, como si sus palabras fueran nada. "¡Me conoces bien! ¡Nunca te haría... eso!" El tono de su voz se alzaba, estridente, como un eco que rebotaba en la habitación vacía.

Ella giró el rostro lentamente y lo miró. No con pena, ni con miedo. Solo una calma distante, un reflejo de todas las negativas que él ya conocía pero se negaba a aceptar. Él sintió que algo dentro suyo se rompía. ¿Por qué no podía verlo? ¿Por qué no podía dejarlo todo y marcharse con él? Si ella quería, él… él haría cualquier cosa. Sería el hombre que ella necesitara, daría lo que fuera. Pero la única respuesta que obtuvo fue esa mirada que parecía decirle que no, que nunca lo haría. Porque él no era más que un simple entretenimiento.

Él dio un paso hacia atrás, la habitación se volvió opresiva. "Entonces, ¿esto es todo?", musitó, con un deje de incredulidad. "¿Ni siquiera lo vas a intentar?" Su voz era un quejido, desprovisto ya de tranquilidad. Ella no respondió. Los labios apenas curvados en una sonrisa tan leve que bien podría haberla imaginado. Una sonrisa que lo golpeó más fuerte que cualquier palabra. Algo en ella parecía… vacío.
Se enderezó bruscamente, su respiración entrecortada, y la miró con una intensidad que era casi agresiva. Algo había cambiado en su expresión, y cuando habló, las palabras salieron con una dureza que la hizo parpadear.
 
"¿Qué pasa contigo?", murmuró, la voz en un susurro tenso. "¿Acaso no te das cuenta de lo que eres sin mí?" No levantó la voz, pero cada palabra era un golpe seco. "Nadie te ve como yo. Nadie te mira con... con la admiración que me haces sentir, porque eres nada." Dio un paso adelante, sin siquiera darse cuenta. "Para el resto del mundo, no eres más que un cuerpo, un adorno vacío. Nunca muestras nada, te quedas callada, fingiendo que no tienes nada dentro, porque te has convencido de que no vales nada."

Ella seguía quieta, la expresión cerrada, los labios en esa línea tan firme que no dejaba espacio para que él entrara. Esa calma era lo que lo volvía loco. Ese muro infranqueable que le recordaba cada vez que, en realidad, él no la entendía. O, peor aún, que tal vez nunca significó nada para ella.

"¿Sabes qué es lo que más me jode?" La risa que soltó era amarga. "Siempre lograba hacerte reír. Podía date vida cuando estabas en el abismo. Creí que llegué a conseguir que me miraras con algo siquiera cercano a la admiración, aunque fuera por un instante." Se inclinó hacia ella, los ojos ardiendo. "Pero ahora, cuando me pongo serio, cuando te invito a estar conmigo… ¿Solo esto puedes darme? ¿Nada?"

Ella apartó la mirada, y algo en él estalló. Se giró, pateando la silla más cercana, que se deslizó y golpeó la pared con un estruendo. "¡Mírame!" Pero ella no lo hizo. La impotencia le recorría la garganta, como una serpiente. "¿En serio ya estás muerta? ¿Ni siquiera ahora puedes opinar, o sentir algo?"

Sus manos temblaban. La furia lo ahogaba, y lo que vino después fue una oleada de palabras que ni siquiera reconoció como suyas. "¿Por qué no haces nada, eh? ¡Porque sabes que, al final, me necesitas!" Su voz subía, bajaba, se retorcía en su propio acto.
"Siempre he sido yo quien te acompañó en el abismo. Yo te daba felicidad, yo te hacía reír cuando nadie más podía. Pero claro, claro que te niegas ahora, porque sólo sirvo cuando soy el espectáculo que te entretiene, ¿verdad? Todo este tiempo... solo seré eso."

Ella no respondió, como siempre. Sus ojos no lo siguieron cuando él se dio la vuelta y salió de la habitación. Solo el leve sonido de su respiración quedó como testigo, un sonido frágil que él no escuchó.

La puerta se cerró con un golpe seco. Afuera, el aire gélido lo lastimaba. Las manos le temblaban todavía, el pecho le ardía con la rabia y la humillación mezcladas en un nudo imposible de desatar. ¿Por qué había terminado así? Había intentado salvarla, sacarla de ese agujero, pero... ella nunca quiso ser rescatada.

Era absurdo. Había creído que esta vez sería diferente, que si se ponía serio, si la confrontaba con la verdad, ella se daría cuenta de lo que sentía por él. Pero, en lugar de eso, ella no lo notó, al parecer, incluso se extrañó del ser desconocido que hoy la acompañó. Un hombre que solo servía para hacerla sonreír en los momentos difíciles, un mero alivio en su vida rota. Porque ni siquiera sus palabras más feroces lograron romper el muro que aquel otro hombre había puesto entre los dos.

La calle se extendía, infinita, con cada farola proyectando sombras largas y torcidas tras suyo y un solo camino enmarcado por la luz. Mientras caminaba, su mente volvía a la última mirada que ella le había dado, esa calma imperturbable. No le había rogado que se quedara, ni había luchado por detenerlo. Solo lo dejó ir.
Era un tonto. No el héroe que quiso ser. Tras unos pasos ve el humo consumir la luz, el camino es más tóxico, trata de evitar consumir el dióxido; pero es inevitable, de todos modos sigue su camino.

Es desolador ver cómo se consumen los bosques, cómo el fuego devora cada alma llena de vida que alguna vez existió. A pesar de las marchas, las protestas y el esfuerzo colectivo, el fuego sigue avanzando, implacable, dejando a su paso solo cenizas y vacío. En algún momento, intentó apagar esas llamas, arrojando todo lo que podía para sofocar esa chispa descontrolada, pero la realidad se impone: el fuego consume todo, sin piedad ni consideración.

Al final, solo queda el resonar del fracaso, un despropósito de lucha que se siente como un esfuerzo inútil. Esa energía gastada podría haber encontrado mejor destino en un empeño personal, en un intento por sanar su ser. Pero, en este constante combate, lo que realmente se quema es la esencia, mientras las llamas internas carcomen todo en una combustión interna.

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