LISIADO

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En este preciso momento, Sarah Broome está buscando su mejor rodillo de madera para amasar. Lo blande, comprueba su peso. Calibra su fuerza golpeándose la palma de la mano. Se dedica a cambiar de sitio las latas y las botellas del estante de encima de la lavadora y a agitar el bote de lejía para ver cuánto le queda.

Si me pudiera oír, si pudiera escuchar, le diría que no pasa nada si me mata. Hasta le diría cómo hacerlo.

Mi coche de alquiler está al final del camino, tal vez a una canción de distancia si uno va escuchando la radio. A unos doscientos pasos si uno es de esos que cuentan los pasos cuando tienen miedo. Ella podría ir dando un paseo y traerlo hasta aquí. Un Buick de color rojo oscuro, a estas alturas ya cubierto de polvo de los coches que pasan a su lado sobre la grava. Ella podría aparcarlo cerca de este cobertizo para herramientas o caseta de jardín, o lo que sea este sitio en el que me tiene encerrado.

En caso de que esté fuera y lo bastante cerca como para oírme, grito:

—¿Sarah? ¿Sarah Broome?

Y le grito:

—No tiene por qué sentirse mal por nada.

Aun encerrado aquí dentro, yo podría darle las instrucciones. Guiarla paso a paso. Decirle cómo lo puede hacer. Lo que le hace falta a continuación es un destornillador para aflojar los tornillos que sujetan el tubo de acordeón de hojalata a la parte trasera de la secadora de ropa. Luego puede usar esos mismos tornillos para cerrar un extremo del tubo alrededor del tubo de escape de mi coche. Esos tubos se pueden estirar mucho, más de lo que uno espera. Y tengo el depósito de gasolina casi lleno. Tal vez ella tenga un taladro eléctrico para hacer unos agujeros en el costado de madera del cobertizo, o en la puerta. Como es una mujer, sabe hacer agujeros en sitios donde después no se vean.

Es importante que su casa esté bonita. Teniendo en cuenta que es lo único que tiene.

—Antes su vida era la mía —digo—. Entiendo cómo piensa ella que son las cosas.

Ella puede arrancar tiras de cinta adhesiva para sujetar el tubo contra el cobertizo. Para acelerar el proceso de matarme, podría echar una lona de plástico sobre la mitad superior del cobertizo y luego atarla bien ajustada a los lados con una cuerda. Convertir esto en un ahumadero bien sellado. Y en cinco horas tendría cien kilos de salchicha de buey ahumado.

La mayoría de la gente no ha matado nunca a un pollo, y mucho menos a un ser humano. La gente no tiene ni idea de lo duro que puede ser.

Prometo aplicarme a respirar hondo.

El informe de la compañía de seguros dice que se llama Sarah. Sarah Broome, de cuarenta y nueve años. Durante los diecisiete años que pasó trabajando como pastelera de primera para una empresa de bollería, solía echarse al hombro un saco de harina tan pesado como un niño de diez años y era capaz de mantenerlo en equilibrio así mientras cortaba el cordel que lo cerraba por delante y vertía la harina, poco a poco, en una batidora industrial. Según su expediente, en su último día de trabajo el suelo seguía mojado de haberlo fregado la noche antes. La iluminación tampoco era muy buena. El peso de la harina la hizo caerse hacia atrás y golpearse la cabeza en el borde de acero laminado de una mesa, lo cual le provocó pérdida de memoria, migrañas y una debilidad general que la incapacitó para cualquier clase de trabajo.

Los escáneres TAC no mostraron nada. Las resonancias magnéticas tampoco. Ni los rayos X. Pero Sarah Broome nunca volvió a trabajar.

Sarah Broome, casada tres veces. Sin hijos. Le dan algo de la seguridad social. Y algo de dinero en concepto de indemnización de la empresa todos los meses. Recibe veinticinco miligramos de oxicodona para tratar el dolor crónico que le baja desde el cerebro por la espina dorsal y se le extiende por ambos brazos. Hay meses en que pide Vicodin o Percodan.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora