Claire Upton estaba hablando por teléfono desde un cubículo del cuarto de baño de la trastienda de una tienda de antigüedades. Detrás de la puerta cerrada, su voz rebotaba en las paredes y en el suelo. Le preguntó a su marido: ¿Cómo de difícil es abrir una cámara de vigilancia? ¿Y robar una cinta de vídeo de seguridad?, dijo, y se echó a llorar.
Era la tercera o la cuarta vez que Claire visitaba aquella tienda en lo que iba de semana. Era una de aquellas tiendas donde para entrar había que dejar el bolso en caja. También había que dejar el abrigo en la consigna si era de los que tenían bolsillos profundos y espaciosos. Y el paraguas, porque había gente que podía dejar caer pequeños objetos, peines, joyas o adornitos dentro del paraguas plegado. Un letrero situado junto al viejo encargado de la caja, escrito con rotulador negro sobre cartón gris, decía: «¡No nos gusta que nos robes!».
Claire se quitó el abrigo y dijo:
—No soy una ladrona.
El viejo cajero la miró de arriba abajo. Chasqueó la lengua y dijo:
—¿Y qué la hace diferente?
Le dio a Claire medio naipe por cada objeto que había dejado en caja. Por su bolso, el as de corazones. Por su abrigo, el nueve de tréboles. Por su paraguas, el tres de picas.
El cajero examinó las manos de Claire, los contornos de los bolsillos de su pechera y de sus medias, en busca de bultos que pudieran ser cosas robadas. Detrás del mostrador principal, por toda la tienda, colgaban letreritos diciéndote que no robaras. Había cámaras de vídeo vigilando cada pasillo y cada rincón y mostrándolo en una pantallita embutida entre otras pantallitas, todo un banco de monitores de televisión frente al cual el viejo cajero podía sentarse detrás de la caja y observarlos todos.
Podía ver todos los movimientos de ella, en blanco y negro. Sabía dónde estaba Claire en todo momento. Sabía todo lo que ella tocaba.
La tienda era una de esas cooperativas de venta de antigüedades donde un montón de pequeños anticuarios se congregan bajo un mismo techo. El viejo cajero era la única persona que trabajaba allí aquel día, y Claire era su única clienta. La tienda era grande como un supermercado, pero estaba dividida en pequeños compartimentos. Los relojes que había por todas partes creaban un telón de fondo de sonido, un barullo de tictac, tictac, tictac. Por todas partes había trofeos de hojalata deslustrados que se habían puesto de color naranja oscuro. Zapatos de cuero deformados y agrietados. Platillos para caramelos de cristal tallado. Libros cubiertos de moho gris y peludo. Mecedoras y cestas de picnic de mimbre. Sombreros de paja tejida.
Un letrero de cartón, pegado con cinta adhesiva al borde de un estante, decía: «Muy bonito de mirar, da gusto cogerlo, pero si lo rompes, ¡considéralo VENDIDO!».
Otro letrero decía: «Míralo. Pruébalo. Rómpelo. ¡CÓMPRALO!».
Otro letrero decía: «Lo rompes aquí... ¡Y TE LO LLEVAS A CASA!».
Hasta con las cámaras de seguridad vigilándola, Claire trataba una tienda de antigüedades como la versión paranormal de un parque infantil para jugar con los animalitos. Como un museo donde se podían tocar todas las piezas en exposición.
De acuerdo con Claire, todo lo que se había visto alguna vez en un espejo seguía ahí. Superpuesto. Todo lo que alguna vez se había reflejado en un adorno de Navidad o una bandeja de plata, ella decía que todavía podía verlo. Todo lo que brillaba era un álbum de fotos psíquicas o una película casera de las cosas que pasaron a su alrededor. En una tienda de antigüedades, Claire podía pasarse la tarde manoseando objetos, leyéndolos igual que la gente lee libros. Buscando el pasado que seguía reflejado en ellos.
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Relatos de Chuck Palahniuk
Historia CortaUna colección de relatos publicados por el autor norteamericano Chuck Palahniuk, mas conocido por su primera novela, EL CLUB DE LA LUCHA, y por su relato (que hizo desmayarse a mas de una persona) TRIPAS. Encontrarás historias que te gustarán, que t...