EL GRANDULLÓN DE SULTAN ROJO

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Se veía un caballo enorme, de al menos dieciocho palmos de cruz. Y un problema todavía más grande era Lisa. Estaba completamente decidida: un caballo de raza árabe de tres años y con pelaje rojo como madera pulida de caoba. Por su linaje, aquel caballo tenía que costar miles de dólares más de lo que se podían permitir. Randall preguntó si no sería demasiado caballo para una niña.

—Tengo trece años, papá —declaró su hija en tono indignado.

—Pero ¿un semental? —dijo Randall.

No se le pasaba por alto que ella lo había llamado «papá».

—Es muy tranquilo —le aseguró ella.

Lo sabía gracias a internet. Ella lo sabía todo por internet. Estaban de pie al otro lado de la cerca que rodeaba el prado de la granja de caballos. Mientras miraban, un adiestrador estaba trabajando con el caballo árabe, usando una cuerda para guiarlo en círculos y en ochos. Al lado de ellos, el tratante de caballos se miraba el reloj de pulsera y esperaba su decisión.

El caballo se llamaba el Grandullón de Sultán Rojo. Hijo de Sultán Rojo y de la dama Misty Blue Spring Meadows. El caballo de Lisa, un pinto castrado, se había muerto la semana antes, y Lisa no había parado de llorar hasta hacía unos momentos. Ahora siguió intentando persuadir a su padre:

—Es una inversión.

—Seis mil —intervino el tratante.

Parecía estar examinando a Randall y a Lisa como si fueran una pareja de palurdos que no tenían ni un duro. El tratante les dijo que desde que había reventado la burbuja inmobiliaria la gente estaba hundiendo sus yates o soltándolos a la deriva porque ya no se podían permitir el alquiler de los amarres. El precio del heno estaba por las nubes y los costes de manutención estaban provocando que la gente normal ya no se pudiera permitir un caballo.

Randall nunca había visto el océano, pero la afirmación del tratante le hizo imaginarse una flotilla de yates y lanchas y embarcaciones de recreo. Todos los sueños y aspiraciones de la gente mandados a la deriva. Un mar de los Sargazos de embarcaciones de lujo abandonadas, juntándose en una extensión vacía de mar abierto.

—He visto muchas ofertas —añadió el tratante—, pero seis mil es un precio tirado.

Randall no era ningún experto en carne de caballo, pero sí que sabía de ofertas. El semental era tan dócil que ahora se les acercó paseando y dejó que Lisa le acariciara el hocico. Usando el pulgar, ella le levantó los labios y le inspeccionó las encías y los dientes; el equivalente equino a darle una patadita a los neumáticos. El sentido común de Randall le decía que siguiera buscando. Que llegara si hacía falta hasta el condado de Chickasaw, visitando a criadores y establos, y que siguiera examinando dentaduras. Comparado con lo que él había visto en su vida, aquel caballo debería venderse por treinta mil dólares, incluso en un mercado en recesión.

Lisa palpó con la mejilla el suave pelaje del caballo.

—Es el del vídeo —dijo.

Randall no estaba seguro de si se refería al vídeo de Belleza negra o al de Semental negro o al de Terciopelo nacional. Había miles de historias sensibleras sobre chicas enamoradas de caballos. Últimamente su hija se había comportado de forma muy adulta. Era agradable verla emocionada, sobre todo después de que su caballo, Sour Kraut, hubiera enfermado tan deprisa. Solo hacía una semana que había estado cabalgando al pinto. Las hojas de cerezo consumidas en exceso podían envenenar a un caballo, por culpa del arsénico que llevaban. O bien comer ortigas. O incluso el trébol rojo mojado. Entre semana Lisa vivía con su madre en la ciudad. Los fines de semana iba a casa de él para las visitas estipuladas. El domingo por la noche el pinto había parecido estar bien. El lunes por la mañana, cuando Randall había ido a darle de comer, se había encontrado al pobre Sour Kraut desplomado, con la boca llena de espuma y muerto.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora