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A la mañana siguiente, la tormenta había cesado, pero las huellas de su paso eran visibles en cada rincón de la aldea. Kuroo, junto con Kenma y los soldados, se encargaron de ayudar en la limpieza y de evaluar los daños en las casas y cosechas. La prioridad era reconstruir y asegurar que todos tuvieran un lugar donde refugiarse, pero Kuroo sabía que aún quedaba mucho por hacer.

Mientras supervisaba las tareas, un anciano aldeano se acercó a Kuroo con una reverencia profunda.

—Majestad, estamos en deuda con usted. Su presencia aquí nos da esperanza. Ningún rey había pisado esta tierra desde hace generaciones —dijo con gratitud en su voz.

Kuroo, aún sorprendido por la humildad de su gente, se inclinó ligeramente y le sonrió.

—Un rey tiene la responsabilidad de proteger a su pueblo, sin importar cuán cerca o lejos estén del castillo. No me deben nada; solo quiero asegurarme de que todos estén a salvo.

Al ver cómo el rey trabajaba hombro a hombro con ellos, los aldeanos comenzaron a respetarlo de una manera nueva. Kuroo no era solo un líder distante; era alguien que entendía sus preocupaciones y que no dudaba en ponerse en su lugar. En el fondo, esta experiencia estaba consolidando su relación con el pueblo, y ellos respondían con una lealtad genuina.

Horas mas tarde Kenma, por su parte, se movía entre los aldeanos con naturalidad, ofreciendo palabras de consuelo y ayuda práctica. La gente ya lo conocía como el hijo del poeta, y ahora lo veían como el mejor amigo del rey, alguien que también había dejado la comodidad del castillo por ellos. Kenma, sin embargo, no buscaba reconocimiento; solo quería estar cerca de Kuroo y apoyarlo en cada paso de su nuevo rol.

Mientras el día avanzaba, uno de los consejeros de Kuroo llegó apresurado desde el castillo, preocupado.

—Majestad, necesita regresar. Hay asuntos que requieren su atención en la corte —le informó con urgencia.

Kuroo frunció el ceño. No deseaba dejar la aldea sin haber terminado su labor, pero entendía que no podía descuidar sus deberes como rey.

—Kenma —dijo, girándose hacia él—, ¿podrías quedarte y supervisar las tareas de reconstrucción? Confío en tu juicio, y sé que los aldeanos confiarán en ti también.

Kenma asintió sin dudar. Sabía que para Kuroo era difícil irse, pero también entendía que el reino necesitaba a su rey.

—No te preocupes. Me aseguraré de que todo esté en orden aquí, Kuroo —respondió Kenma con una sonrisa tranquilizadora.

Kuroo se despidió del pueblo, agradecido y satisfecho de haberles mostrado su apoyo. Los aldeanos le desearon buen viaje y lo despidieron con una calidez que tocó su corazón. Mientras se alejaba, echó una última mirada hacia Kenma, quien, en ese momento, organizaba a los aldeanos con la misma determinación que él.

De regreso en el castillo

Kuroo llegó a la corte para encontrar una serie de asuntos administrativos pendientes. Los consejeros lo bombardeaban con problemas y decisiones que requerían su atención. Sentado en el trono, Kuroo trataba de concentrarse, pero su mente volvía constantemente a la aldea y a Kenma, preguntándose cómo estarían.

Al final de un largo día, Kuroo se retiró a sus aposentos, exhausto pero satisfecho. Reflexionó sobre los días en la aldea y sobre la dedicación de Kenma. Aunque había sido su amigo toda la vida, en los últimos días había notado algo diferente en su relación: una profundidad y lealtad que traspasaba la amistad.

Y ahí, en la soledad de su habitación, comprendió que su corazón latía con una fuerza que no podía ignorar. Kuroo sentía que su amor por Kenma estaba creciendo, cada día más fuerte, cada día más claro. Sonrió para sí mismo, preguntándose si algún día Kenma podría corresponderle.

Esa noche, Kuroo se quedó despierto, pensando en la próxima vez que vería a Kenma. Porque, después de todo, su reino podría necesitarlo, pero su corazón ya tenía dueño.

The King's Fiancé  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora