La madrugada londinense estaba en su máximo esplendor, con una luna solitaria y algunas nubes que tapaban la escasa luz que lograba atravesar. Las calles estaban tranquilas, casi vacías, pero mi mente no tenía descanso. Desde que conocí a Lucy, había sentido algo que creía imposible en mi vida: paz, una especie de felicidad que siempre había estado fuera de mi alcance. Pero esa paz tenía un precio, uno alto que comenzaba a hacer estragos en mi alma.
Me encontraba en el borde de mi cama, mirando fijamente un punto en la pared, sin verlo realmente. Mis pensamientos estaban lejos, muy lejos, atrapados en un pasado que creía enterrado. A pesar de mis esfuerzos, las imágenes de esa noche regresaban una y otra vez, como una herida que, por mucho que trate de cubrir, nunca termina de sanar.
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Tenía doce años cuando sucedió. Mis padres y mi hermana pequeña, Clara, habían decidido hacer un viaje familiar a la casa de campo de mis abuelos, en las afueras de Londres. Recuerdo cómo me quejé, argumentando que quería quedarme en casa, que los juegos de mesa y las caminatas por el bosque me parecían aburridas. Era un niño, y como tal, no sabía valorar la simplicidad de aquellos momentos.
Esa noche, una tormenta se desató en la zona. El viento golpeaba con fuerza, y los truenos resonaban en el aire, pero mi padre, con su actitud serena de siempre, nos dijo que no había nada que temer. Clara se acurrucó a su lado, y yo, queriendo mostrar que no era un cobarde, fingí que los rayos y la oscuridad no me afectaban. Nos quedamos todos en la sala, contando historias y riéndonos de tonterías.
Pero entonces, alguien tocó a la puerta.
No era una simple visita. Era un hombre, uno con una expresión dura y un propósito en los ojos que incluso yo, a mis cortos años, pude reconocer como peligroso. Mi padre se puso de pie al instante, interponiéndose entre nosotros y el extraño. Les pidió a mi madre y a Clara que se quedaran detrás de él, y me lanzó una mirada que jamás olvidaré: una mezcla de preocupación y amor, como si estuviera despidiéndose.
El hombre comenzó a gritarle, a decirle cosas que no comprendí. Hablaba de traición, de errores, de deudas. No podía ver la expresión de mi padre, pero noté la rigidez en sus hombros, cómo apretaba los puños y se mantenía firme, protegiéndonos. Recuerdo cómo mi madre comenzó a llorar en silencio y cómo Clara se aferraba a su brazo, temblando.
Los gritos subieron de tono, y luego... luego, todo se volvió un caos. Hubo un ruido ensordecedor, y, antes de darme cuenta, mi padre estaba en el suelo, inmóvil. Mi madre corrió hacia él, gritando, y el hombre —ese monstruo— no dudó en arrebatarle también la vida. Solo fui capaz de reaccionar cuando vi a Clara correr hacia mí, desesperada. Nos escondimos en el armario, abrazados, conteniendo la respiración mientras las lágrimas caían por nuestras mejillas. Y, desde ese refugio de sombras, escuché cómo aquel hombre destrozaba la vida que conocía.
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Volví a la realidad, al presente, con un nudo en la garganta y las manos temblando. Había hecho todo lo posible por olvidar esos recuerdos, por apartar el dolor de perder a mi familia de manera tan brutal. Sin embargo, cada vez que estaba con Lucy, cada sonrisa suya, cada caricia, me recordaba lo que había perdido. Pero lo peor era el saber que el responsable de todo ese dolor era alguien cercano a ella.
Lucy era la hija de aquel hombre. El asesino que había destruido mi vida también era su padre.
En un principio, me había acercado a ella con un propósito muy claro: venganza. Pero había algo en Lucy, en su forma de ser, en su bondad innata, que me desarmaba. Me encontraba atrapado en una encrucijada, entre el deseo de hacer justicia por mi familia y el amor genuino que sentía por ella. ¿Cómo era posible que el corazón albergara dos sentimientos tan opuestos?
Los días con Lucy habían sido un respiro, una especie de tregua en medio de la guerra interna que vivía. Ella era luz, paz... algo que nunca había tenido y que temía perder para siempre. Cuando me miraba con esos ojos llenos de esperanza y dulzura, una parte de mí quería confesarle todo, decirle la verdad y enfrentar juntos lo que fuera. Pero la otra, la parte llena de oscuridad y rencor, sabía que eso solo la pondría en peligro. ¿Cómo podría pedirle que eligiera entre el hombre que amaba y su propia sangre?
Me sentía desgarrado. La ira, ese sentimiento que había alimentado durante tantos años, comenzaba a ceder ante algo más fuerte, algo que nunca creí posible. Pero, al mismo tiempo, cada momento con Lucy me recordaba lo que me habían arrebatado. El dolor y el amor parecían entrelazarse, formando una prisión de la que no sabía cómo escapar.
Decidí salir de mi apartamento y caminar un rato por las calles, buscando claridad, aunque sabía que no sería fácil encontrarla. Las luces de la ciudad, el bullicio de las personas y el sonido de los coches creaban un contraste con el silencio sepulcral que sentía dentro de mí. Me detuve frente a una de las librerías donde solíamos encontrarnos y recordé cómo comenzó todo. Nunca había imaginado que, tras esos primeros intercambios de palabras, me encontraría tan profundamente vinculado a alguien.
Mientras caminaba, pensé en los próximos pasos. No podía seguir escondiéndome, evitando enfrentar mis propios sentimientos. Si quería seguir adelante, debía tomar una decisión. ¿Podría realmente olvidar mi sed de venganza y entregarme a ella, a ese amor que sentía, sin reservas? ¿O mi rencor sería más fuerte, arrastrándome de vuelta a la oscuridad?
Lucy merecía saber la verdad, pero también sabía que, al revelarla, arriesgaba perderla para siempre. Y, por primera vez, el miedo de perder a alguien me superaba.
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Venganza en la piel
Misterio / SuspensoEn el Londres de cielos grises y secretos oscuros, Lucy, una joven enfermera, y Arthur, un abogado marcado por la tragedia, se encuentran en una librería, sin saber que el pasado los ha unido de una manera tan devastadora como inevitable. Un amor pr...