Una panda de...

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—¡Yyyyyyyyy comenzamos con la inauguración de la quinta edición de El insulto más ingenioso!

El presentador sostuvo la última vocal mientras se alejaba el micrófono. Las gradas se iluminaron al tiempo que el público estallaba en un estruendoso aplauso. De niños a ancianos, de barriobajeros a lo más elitista de la sociedad, todos unidos por el noble arte de la vejación ajena.

Los dos primeros concursantes se asesinaban con la mirada. Cada uno clavaba las uñas en su propio atril como el último recurso para evitar lanzarse a decapitar a dentelladas a su rival. La red metálica entre medias era una medida instalada en la segunda edición, cuando quedó patente que una lengua afilada no era la única arma con la que ganar.

—¡Mascachapas! —gritó Efesio Domínguez, a la izquierda.

—¡Tuercebotas! —respondió Adolfo Williams, amenazándolo con el puño.

Los focos se movieron hacia los jueces y el presentador volvió a hablar.

—En esta quinta edición empezamos con algo clásico, pero no por ello menos efectivo. ¡Veamos qué dicen los ilustrísimos ante tal despliegue!

Las veinte personas, vestidas tan regias como lo era su actitud, hablaron unos instantes mientras apuntaban en una pizarra su opinión. Efesio se llevó una media de cuatro puntos, mientras que Adolfo recibió cinco con sesenta y ocho. El ganador de la ronda levantó los brazos y enseñó los músculos mientras la seguridad se llevaba a Efesio, quien lo amenazaba de muerte.

«Peinabombillas», «pellizcacristales», «comemierda» y muchos más fueron dichos. Mas no sólo en castellano; no existían barreras para el arte de la vejación. Desde el «mazcayu» asturiano hasta el andaluz «carajote», que despertó más odio por su pronunciación con la jota en lugar de hache aspirada que por la propia palabra. El «eschalamancau» aragonés despertó ovaciones, el «belarrimotz» en euskera provocó miedo y el «tasugu» cántabro hizo que el contrincante se encogiese de la vergüenza.

De entre todas las rondas que se sucedieron, uno llamó la atención por lo afilado de su lengua: Vescón Cóntinuas, primera vez participante y arrasador. Sus improperios no bajaban del nueve y se mantenía calmado, con las manos cruzadas sobre el atril, algo nunca visto. Los periodistas entre el público comentaban que debía de ser una técnica nueva para concentrar la mala sangre en hablar, no en vacuos gestos intimidatorios.

—¡Eres tan feo que ni siquiera una farola te abrazaría! —dijo Fausta, una joven con polo, cabello engominado y un suéter atado al cuello.

Vescón sonrió un instante y, sin variar la postura, pronunció:

—Eres tan simple que no puedo ni dividirte entre uno.

Los jueces golpearon la mesa mientras alzaban sus pizarras con altísimos números. Incluso el sosegado Ludwing Theobold Chlodovech, de sobra conocido por su extrema seriedad, tenía pintado un tembloroso diez, prueba de que jamás en su vida dio una puntuación tan alta. Estaba embelesado por su ingenio, y no era el único.

Vescón no iba ganando rondas, arrasaba con sus rivales, los arrastraba por el fango primigenio más aberrante y apestoso de la existencia. «Prófugo de ácido fólico», «Feto adicto al crack», «Tienes menos luces que un agujero negro», «Eres tan gracioso como un pedo que ni se oye ni se huele» fueron sólo unas pocas muestras con las que desarmó a rivales y enamoró al público y jueces.

Llegar a la final fue prácticamente un paseo para él. Su contrincante, Johansmitch, en cambio, sudaba. No sólo había odio en su mirada, sino miedo. Sangre, sudor y lágrimas le había costado llegar hasta ahí. Miró a Vescón, impertérrito, como si estuviese en la versión infantil del aclamado programa.

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