XCIII: En sus brazos

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El sol descendía lentamente, dejando la planicie envuelta en una luz dorada, apenas visible a través del polvo que levantaba el viento. Después de días atravesando el desierto, Samira pudo reconocer el pequeño asentamiento más cercano a La Perla, lo que significaba que estaban a dos días de su hogar. Samira agradeció a los dioses, pues ya solo les quedaba medio saco de agua que Zeth había racionado al máximo para que Samira pueda beber cuando lo necesite.

El viento era insistente, y Layl se quejaba y sacudía su cabeza en protesta del cansancio, al igual que el camello que les había prestado Rohand.

Zeth desmontó, y los condujo hasta el poblado, agotado pero alerta, observando los alrededores. Samira, en silencio, observaba el pueblo que parecía un pueblo fantasma con el viendo y arena golpeando en los muros constantemente. Sabía que ambos estaban al límite de su resistencia, pero Zeth seguía poniéndose en primer lugar, siempre vigilante, siempre protegiéndola.

Cuando llegaron a la puerta de la posada donde habían descansado antes, Zeth la ayudó a descender del caballo. Samira podía sentir cada músculo en su cuerpo tenso por el esfuerzo acumulado de los días de viaje. Sentía el polvo adherido a su piel, la sequedad en su boca, y el peso del cansancio en sus huesos.

Zeth caminó hacia los establos para resguardar a los animales, quitó las monturas y se puso las alforjas al hombro. Samira tomó los ordes de agua vacíos y los cargó también.

Una vez dentro, la encargada les dio una habitación muy parecida a la que le dio a Samira cuando recién partían hacía un mes atrás.

—Enseguida vuelvo— dijo Zeth dejando las alforjas y dándole una rápida inspección a la habitación.

Samira miró a su alrededor, pues ahora la precaria posada le parecía mucho más acogedora y cómoda que la primera vez que estuvo allí. Se quitó su turbante, las vendas de las manos y la armadura de cuero con cansancio deseando acostarse en la cama cuanto antes.

Zeth volvió a entrar con un orde de agua para beber, un balde con más agua limpia, toallas y pedazo de jabón. Dejó todo sobre una silla y apoyó su espada al lado de la cama y el pequeño puñal sobre una mesita, tomando asiento en la otra silla libre, permitiéndose un momento de respiro.

—En dos horas servirán la comida... — dijo con su voz grave.

A pesar de su aspecto estoico, Samira podía ver el agotamiento en sus ojos, en la tensión de sus hombros, en la manera en que sus movimientos se volvían más lentos. Habían estado cabalgando sin descanso durante tres días, y cada uno de esos días Zeth había hecho lo imposible por mantenerla cómoda, por cuidar de ella, por protegerla.

—Deberías descansar un poco mientras. — murmuró ella, acercándose a él.

Zeth levantó la mirada y la observó en silencio, sus ojos recorriendo su rostro con una mezcla de admiración y cansancio.

Ella acercó la silla con las toallas y el balde de agua a la mesa, sabía que no había suficiente para un baño completo, pero podrían limpiarse, quitarse el polvo y la arena que los cubrían. Mojó un paño y se volvió hacia él, encontrando sus ojos una vez más.

—Déjame ayudarte —dijo ella en un susurro.

Zeth no respondió, simplemente asintió. El aire se llenó de una tensión silenciosa mientras Samira se acercaba, con el paño húmedo en la mano. Sabía que este gesto, aunque simple, era un símbolo de algo más profundo. En los días anteriores, el cuidado que habían compartido era más práctico. Ahora, en esa habitación, con más comodidad, podían permitirse nuevamente otro tipo de intimidad que se intensificaba con cada gesto, cada toque.

Samira comenzó por limpiar su rostro, con movimientos lentos y cuidadosos, pasando el paño por sus mejillas, su frente, su mandíbula. El agua era fresca, y Zeth cerró los ojos mientras el paño recorría su piel. No habló, pero su respiración se volvió más lenta, más tranquila, mientras Samira lo cuidaba en silencio.

El contacto entre ellos era casi eléctrico. Cada roce del paño contra su piel parecía resonar en ambos de una manera más profunda. Samira sentía cómo el cuerpo de Zeth se relajaba poco a poco bajo su toque y, sin embargo, notaba una tensión diferente, una tensión que venía no del cansancio, sino de la cercanía entre ellos, de la falta de palabras necesarias.

Zeth abrió los ojos lentamente cuando Samira terminó con su rostro. La miró, y en ese momento, el aire entre ellos pareció detenerse. No hubo palabras, solo una comprensión silenciosa. El la sentó en su regazo y tomó otro paño limpio, lo humedeció con el agua fresca, repitiendo el gesto de ella con la misma delicadeza. Zeth, a pesar de sus manos fuertes, la cuidaba con una suavidad que contrastaba con su naturaleza guerrera. Limpió el polvo y la arena de su cuello, sus brazos, con gestos precisos y casi reverentes.

El silencio era absoluto, roto solo por el sonido del viento que seguía soplando afuera, y por sus respiraciones entrelazadas. Había algo en esa escena, en la manera en que se cuidaban mutuamente, que transformaba el cansancio en algo más íntimo. Samira podía sentir con certeza que ya no eran solo dos compañeros de viaje, ahora eran un equipo, un matrimonio, dos personas que habían dejado de ocultar lo que sentían el uno por el otro.

Cuando terminaron, Zeth se recostó en la cama, su cuerpo cediendo finalmente al agotamiento. Samira lo observó por un momento antes de unirse a él. Se sentó a su lado, sus dedos rozando suavemente su cabello húmedo, apartándolo de su rostro. Zeth cerró los ojos una vez más, dejándose llevar por su toque.

El la rodeó con sus brazos por la cintura y ella se recostó a su lado, acariciando su cabello con dulzura y devoción observando como el se relajaba.

El peso del cansancio seguía presente, pero ahora había una paz que no habían conocido antes. Samira apoyó su cabeza en el pecho de Zeth, escuchando el latido constante de su corazón bajo su oído. Zeth, en un gesto casi inconsciente, la estrechó con su brazo, atrayéndola más cerca de él, como si estuviera protegiéndola de cualquier cosa que pudiera amenazarlos.

Samira sintió el sueño arrastrándola poco a poco, pero antes de ceder completamente, levantó la mirada hacia Zeth, observando la línea de su mandíbula, la manera en que su respiración se volvía más lenta y constante. Desde la ultima vez que estuvieron en ese mismo lugar, ella ahora lo conocía mucho más, lo suficiente como para saber que incluso en el descanso, su mente nunca dejaba de estar alerta. Aún así, ella sabía que tenerla en sus brazos junto él, lo ayudaba a relajarse y conciliar el sueño.

Se acurrucó más cerca, permitiendo que el cansancio la envolviera finalmente. Antes de quedarse dormida, una última imagen cruzó su mente: la de Zeth, tan fuerte y protector, confiando en ella, permitiéndose ser cuidado, dejándola atenderlo de una manera que antes habría evitado. Era un pensamiento reconfortante, una promesa silenciosa de lo que podrían ser juntos, un refugio el uno para el otro en medio de la tormenta. Samira pensaba en lo distante que le parecía los recuerdos de cuando salieron desde ese punto hacia el Oeste y de lo distinto que ahora ellos regresaban.

El sol se ocultó por completo detrás del horizonte, y el mundo exterior se desvaneció mientras ellos reponían fuerzas para regresara su hogar al fin.

***

Los hijos del DesiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora