El aire de la noche era denso y sofocante, cargado con el hedor de tabaco, alcohol barato y la ansiedad de quienes habían hecho de este sótano su templo. Las voces rugían como una tormenta salvaje, gritando apuestas, insultos y vítores que rebotaban en las paredes agrietadas. Mis nudillos estaban cubiertos de sangre seca, la mayoría no mía. Era el séptimo día. Siete días sin escuchar su voz, sin encontrar el brillo calculador de sus ojos. Siete días de silencio que me retumbaban en el pecho como un tambor enloquecido. Y aquí estaba yo, tratando de ahogar ese vacío con golpes y dolor.
El ring improvisado era apenas una jaula de metal oxidado, sostenida por cadenas que rechinaban con cada movimiento. La multitud se apiñaba cerca, sus rostros iluminados por la escasa luz de las lámparas colgantes. Observaban, hambrientos, esperando ver sangre, una fractura, la caída de uno de los combatientes. Y yo no iba a darles el gusto tan rápido.
El gigante frente a mí reía, una risa ronca y profunda que resonaba en las paredes de la sala y provocaba un escalofrío colectivo en la multitud. Sus tatuajes se movían con cada respiración, serpenteando como si cobraran vida.
—¡Vas a morir, mocoso! —rugió, mostrando los dientes amarillentos en una sonrisa de desprecio.
Sentía el latido sordo de mi corazón en los oídos, una música caótica que se mezclaba con el clamor de los espectadores. El golpe en la mandíbula aún zumbaba, la piel de mi cara palpitaba con cada segundo que pasaba. Pero el dolor... el dolor era lo que me mantenía presente, anclado a este infierno.
Sentía el latido sordo de mi corazón en los oídos, una música caótica que se mezclaba con el clamor de los espectadores. El golpe en la mandíbula aún zumbaba, la piel de mi cara palpitaba con cada segundo que pasaba. Pero el dolor... el dolor era lo que me mantenía presente, anclado a este infierno.
"Fyodor", pensé, su nombre destellando en mi mente como una chispa. Había pasado una semana sin verlo, sin siquiera una palabra. La incertidumbre era un veneno que corroía mi ser. Por un momento, su imagen apareció en mi mente: esos ojos fríos y calculadores, la media sonrisa que podía partirme en dos sin tocarme. Me pregunté si él siquiera sabía lo roto que estaba, o si alguna vez le había importado.
Un segundo golpe vino con la fuerza de un trueno, directo a mis costillas. Un crujido resonó, y sentí cómo el aire era arrancado de mis pulmones. Me doblé, jadeando, las rodillas fallándome. La multitud rugió, alentada por mi caída momentánea.
—¡Vamos, Nikolai! —escuché un grito que apenas registré, perdido en el caos.
El gigante se inclinó, su rostro a pocos centímetros del mío. Podía sentir su respiración, caliente y apestosa, mientras sus ojos brillaban con la promesa de la victoria.
—¿De verdad pensaste que podías enfrentarte a mí? Eres patético —escupió.
Apreté los dientes y me obligué a ponerme de pie. Mis piernas temblaban bajo el peso de la fatiga y el dolor, pero me negué a caer. No le daría ese placer a nadie, y mucho menos a mí mismo. Mis pensamientos eran un torbellino caótico.
Por un instante, casi podía ver a Fyodor en la primera fila, observándome con esa expresión de desaprobación y curiosidad que tanto me perturbaba. Pero al parpadear, su imagen se desvaneció en un mar de rostros anónimos.
Soy una maldita basura
La rabia burbujeó en mi interior, un fuego alimentado por días de silencio, de desprecio hacia mí mismo. No iba a ceder. No cuando aún podía moverme, aunque fuera solo para desafiar al destino que se empeñaba en aplastarme. Mis dedos se aferraron al suelo sucio, y en un movimiento impulsivo, me levanté, chocando hombro con hombro con el gigante y empujándolo un paso atrás.
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📚Bajo la sombra de la razón📚
FanficA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...