Introducción

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En los albores del siglo XIX, el mundo transitaba por un camino de reforma y revolución. Ideas nuevas, libros y pensamientos circulaban como una tormenta de agosto en el trópico novohispano, transformando sociedades enteras.

Desde hacía un siglo, los Borbones gobernaban el Imperio Español y todas sus vastas posesiones de ultramar. En su intento por revitalizar un imperio en agonía, los monarcas afrancesados impulsaron reformas con un marcado aroma francés. Estas medidas pretendían oxigenar un imperio que languidecía en terapia intensiva. Así, en toda América hispana, se implementaron ajustes económicos, fiscales, políticos, administrativos, religiosos y sociales que reestructuraron las bases mismas del dominio español.

En Nueva España, las consecuencias fueron profundas y desgarradoras. Las cajas reales de las provincias, ahora convertidas en intendencias, fueron vaciadas; las arcas de obras pías de las iglesias fueron confiscadas; los jesuitas, expulsados, y sus bienes, expropiados. Además, los peninsulares desplazaron a los criollos de los altos cargos virreinales, relegándolos a posiciones de menor relevancia. Nuevos impuestos y gravámenes asfixiaron el comercio, mientras la Corona intensificaba el control sobre sus funcionarios y súbditos. El descontento social creció como una sombra amenazante, pero España no mostró tolerancia: el peso de un imperio en declive recaía sobre los hombros de todos los hispanoamericanos.

La economía de Nueva España colapsó. El oro de sus minas fluía incesante hacia España, dejando tras de sí una tierra descapitalizada. La recesión económica trajo consigo hambre, miseria y un declive en la producción, afectando particularmente a las castas más bajas de la compleja estructura social novohispana.

En este contexto de desesperación, los criollos, terceros en discordia dentro del sistema colonial, comenzaron a alzar la voz. Hijos de españoles nacidos en América, los criollos enfrentaban un rechazo dual: eran extranjeros en su tierra y ciudadanos de segunda en el imperio. Desplazados de los altos círculos del poder y empobrecidos por las políticas de la Corona, desarrollaron un creciente resentimiento hacia España. Este descontento se transformó en un sentimiento nuevo: el nacionalismo criollo, precursor de la emancipación hispanoamericana.

Todo lo que hacía falta era una chispa para detonar el conflicto. Una crisis.

La invasión napoleónica de España fue esa chispa. Hispanoamérica ardió. 

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27 de septiembre de 1821, Ciudad de México, Intendencia de México

El sol brillaba con intensidad sobre la capital, iluminando el paso solemne del Ejército Trigarante. Las calles estaban abarrotadas de hombres, mujeres y niños que se agolpaban para ver al héroe del momento, al generalísimo Agustín de Iturbide. Con la frente alta y el porte majestuoso, Iturbide avanzaba a caballo entre una marea de vítores y gritos que resonaban como eco de un sueño largamente anhelado.

—¡Viva Iturbide!
—¡Héroe de la independencia!
—¡Dios salve al libertador de México!—

A su derecha cabalgaba Vicente Guerrero, el segundo al mando, el símbolo de la reconciliación entre insurgentes y realistas, facciones que alguna vez estuvieron enfrentadas. Cerca de ellos, otros líderes militares como Nicolás Bravo, Pedro Negrete y Anastasio Bustamante acompañaban la marcha, cada uno representando una pieza clave en la compleja maquinaria que había hecho posible este momento. Incluso Antonio López de Santa Anna, aún joven y ambicioso, estaba presente, contemplando los rostros emocionados de la multitud.

El desfile avanzó hacia la imponente Catedral Metropolitana, donde el estruendo de campanas y el murmullo de plegarias marcaban el inicio de los festejos.

Imperio Mexicano, el país que no supo ser.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora