1. Agustín I

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Octubre de 1822

Desde la coronación, se conformó un Consejo Imperial integrado por individuos de notable sabiduría, cuya misión era asistir al recién nombrado emperador de México en la conducción del naciente imperio. Este selecto grupo estaba compuesto por figuras provenientes de los círculos más ilustrados del país.

El primero de ellos era Juan de O'Donojú, consejero particular, asesor de confianza y amigo cercano del emperador, nombrado Consejero de Asuntos Exteriores debido a su experiencia diplomática. El segundo, José Joaquín de Herrera, destacado aliado durante la lucha independentista, asumió el cargo de Consejero de Asuntos de Interior.

El tercer integrante, Juan José Espinosa de los Monteros, un jurista criollo de gran reputación, llegó al consejo por recomendación de Lucas Alamán. Su conocimiento de leyes y su capacidad de análisis del panorama político interno le valieron la designación como Consejero de Justicia y Gobernanza. El cuarto miembro era el general Manuel Gómez Pedraza, un monárquico leal que había combatido codo a codo con el emperador durante la independencia. Su valentía y experiencia militar lo convirtieron en la elección natural para Consejero de Asuntos Militares.

Finalmente, José Antonio Tirado, un experimentado funcionario que había servido en la Real Hacienda de México antes de la independencia, fue nombrado Consejero de Hacienda y Finanzas. Su designación también fue respaldada por Alamán, quien reconocía en él un profundo conocimiento en temas fiscales y administrativos.

El consejo se hallaba reunido con el Emperador en su despacho, ubicado en el Palacio Imperial. Antigua sede de los virreyes de la Nueva España, ahora funcionaba como la sede oficial del recién formado Gobierno Imperial.

A diferencia de tiempos pasados, la pompa, la opulencia y la riqueza se habían desvanecido. El palacio había sido prácticamente desvalijado. Gran parte de sus tesoros y mobiliario se habían vendido para financiar al gobierno. Apenas un puñado de objetos se había conservado. La espaciosa sala-comedor de los virreyes se utilizaba ahora como el despacho del Emperador. La imponente mesa de madera donde el acta de independencia se había firmado, con capacidad para 24 personas, había sobrevivido y servía como escritorio improvisado. El trono imperial era, irónicamente, una silla acolchada comprada en el mercado, ligeramente mejor que las incómodas sillas de madera de sus consejeros, quienes recurrían a cojines para aliviar la dureza.

La mesa se había desplazado hasta los ventanales del antiguo comedor para aprovechar al máximo la luz natural, desde el alba hasta el ocaso. Con un presupuesto limitado, solo podían permitirse diez velas por noche. La precariedad era palpable, y la penuria económica se reflejaba en cada rincón del palacio.

Todos los presentes mostraban signos de agotamiento, ojeras profundas y gestos tensos. Llevaban meses trabajando sin descanso, tratando de sostener un gobierno al borde del colapso. El emperador, Agustín I, estaba inquieto. Había impulsado medidas para reactivar el comercio y asignado tropas para proteger los caminos cercanos a la capital, pero sus esfuerzos enfrentaban constantes críticas del Congreso. Sus iniciativas eran vetadas con frecuencia, y solicitar préstamos era impensable, los diputados nunca se lo permitirían.

Iturbide, sumido en sus pensamientos, descansaba sobre la mesa, con una mano en la barbilla y la mirada fija en la pluma que sostenía. De pronto, el consejero de Hacienda y Finanzas, Antonio Tirado, interrumpió su meditación. El emperador se enderezó de inmediato, sacudiendo la cabeza para recuperar la concentración. Llevaban horas trabajando sin probar alimento, y un gruñido de su estómago rompió el silencio, seguido por el de O'Donojú, quien estaba a su lado revisando atentamente una carta oficial enviada por Joel Poinsett, representante del gobierno de los Estados Unidos.

Con un tono fatigado, el emperador preguntó:
—¿Se recuperó algo de los españoles? ¿Qué pasó con las incautaciones y donaciones?—  

El dinero, tan vital para sostener al gobierno, escaseaba peligrosamente. No había fondos para establecer ministerios ni para garantizar salarios dignos a los diputados, quienes trabajaban más por amor a la patria que por la paga. Ganaban apenas dos reales al día, una suma insignificante comparada con los ocho reales que un funcionario virreinal percibía anteriormente.

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⏰ Última actualización: Nov 27 ⏰

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