¿Único?

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En el vasto reino de Auresia, Sergio era conocido como “La joya de la corona”. Hijo menor del Rey Carlos y la Reina Isabel, su belleza y dulzura lo convertían en el favorito del pueblo y la nobleza. De cabellos castaños que caían en rizos desordenados, ojos brillantes como estrellas y una sonrisa adornada con pequeñas pecas que resaltaban su encanto natural, Sergio era la definición de perfección para quienes lo conocían. 

Su hermano mayor, Fernando, heredero al trono, y su otro hermano, Carlos, comandante de la guardia real, eran figuras protectoras que no permitían que nadie se acercara a Sergio sin pasar por un exhaustivo escrutinio. 

Por ello, cuando Sergio recibió una invitación al Gran Premio de Mónaco como invitado especial de la familia real de Montecarlo, la noticia desató una tormenta en palacio. 

—¿Ir solo? ¡Ni soñarlo! —exclamó Fernando, cruzando los brazos con firmeza. 
—No estará solo. Iremos con él, y un destacamento de guardias reales —añadió Carlos, como si eso solucionara el asunto. 
—¡Oh, vamos! —protestó Sergio, inflando las mejillas con infantil indignación—. ¡Es solo una carrera! 

Pero, como siempre, la decisión de sus hermanos fue final, y Sergio partió hacia Mónaco escoltado por su séquito. 

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La atmósfera del Gran Premio de Mónaco era vibrante y lujosa, con los rugidos de los motores resonando por las estrechas calles del principado. Sergio, vestido en un elegante traje blanco bordado con hilos de oro, captó la atención de todos desde el momento en que apareció en la tribuna principal. 

Entre la multitud, Max Verstappen, piloto estrella de Red Bull Racing, no pudo evitar fijar su mirada en el joven príncipe. A pesar de estar rodeado de cámaras y periodistas, su atención quedó atrapada por el rostro de Sergio. Las pecas sobre su nariz y mejillas, y la forma en que su sonrisa iluminaba todo a su alrededor, parecían mágicas. 

—¿Quién es él? —preguntó Max a su compañero, mientras ajustaba los guantes de su traje de piloto. 
—Ese es Sergio, el príncipe de Auresia —respondió su ingeniero—. Dicen que es la persona más querida de su reino. 

Max no apartó los ojos de Sergio ni un segundo, incluso mientras los motores rugían y el Gran Premio comenzaba. Cada vez que el príncipe aplaudía o reía, Max sentía una inexplicable atracción, como si el tiempo se detuviera solo para él. 

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Después de la carrera, donde Max salió victorioso, el piloto tuvo la oportunidad de conocer a Sergio en un evento exclusivo organizado por la familia real de Mónaco. 

—Príncipe Sergio —saludó Max, inclinando ligeramente la cabeza mientras extendía una mano—. Un honor conocerlo. 

Sergio levantó la vista, encontrándose con los profundos ojos azules de Max. El corazón del príncipe dio un vuelco, y una cálida sonrisa iluminó su rostro. 

—El honor es mío, señor Verstappen. Fue una carrera espectacular. 

Durante la conversación, Max no pudo evitar mencionar las pecas de Sergio. 

—Disculpe si soy demasiado directo, pero sus pecas son fascinantes. Parecen pequeñas estrellas en su rostro. 

Sergio se sonrojó, bajando la mirada con timidez. 

—Gracias, aunque nunca pensé que fueran tan especiales —murmuró, jugueteando con la copa en sus manos. 

Max sonrió, decidido a conquistar al príncipe que había capturado su atención. 

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Durante los días siguientes, Max se aseguró de estar cerca de Sergio en cada oportunidad, ya fuera llevándolo a recorrer el puerto de Mónaco, invitándolo a cenas privadas o simplemente enviándole mensajes discretos a través de la familia real. 

El piloto, conocido por su actitud competitiva y feroz en la pista, se transformó en una persona tierna y protectora cuando estaba con Sergio. Lo trataba como si fuera la cosa más delicada y preciosa del mundo, asegurándose de que siempre estuviera cómodo y feliz. 

Por su parte, Sergio no podía evitar enamorarse de Max. Sus ojos azules le recordaban al cielo despejado de Auresia, y su sonrisa, aunque rara, tenía el poder de derretirle el corazón. 

Sin embargo, Max también era celoso y posesivo. Cada vez que alguien intentaba acercarse demasiado a Sergio, ya fuera un noble o un miembro del paddock, Max aparecía como un halcón, reclamando la atención del príncipe con sutileza pero firmeza. 

—¿Todo está bien, príncipe? —preguntó Max una tarde, después de notar cómo un joven noble intentaba coquetear con Sergio. 
—Sí, Max, todo está bien —respondió Sergio con una sonrisa tranquilizadora. 
—Aun así, preferiría que se mantuviera cerca de mí. Nunca se sabe quién puede tener malas intenciones —dijo Max, colocando una mano en la espalda baja de Sergio, guiándolo hacia un lugar más privado. 

Esa noche, mientras observaban las luces del puerto desde un balcón, Max tomó la mano de Sergio y, con una voz baja pero intensa, confesó: 

—No puedo dejar de pensar en ti, Sergio. Desde el momento en que te vi, supe que eras especial. Quiero que seas mío, pero no solo por un tiempo, sino para siempre. 

Sergio sintió que su corazón se aceleraba. Aunque había pasado poco tiempo desde que se conocieron, no podía negar los sentimientos que habían crecido dentro de él. 

—Yo… también siento algo por ti, Max —admitió con una sonrisa tímida—. Pero mi familia no lo pondrá fácil. 

Max sonrió con confianza, acercándose para besar la frente del príncipe. 

—Haré lo que sea necesario para estar contigo, incluso si tengo que enfrentar a toda tu familia. Porque tú, Sergio, eres mi mayor premio. 

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Esa noche marcó el inicio de una relación que no solo uniría a dos corazones, sino también a dos mundos distintos. Sergio, “La joya de la corona”, había encontrado en Max a alguien que lo amaba y protegía más allá de cualquier límite, mientras que Max había ganado algo mucho más valioso que cualquier trofeo: el amor del príncipe de Auresia. 

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La Joya de La CoronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora