Sergio

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—¿Le debes la vida a un empresario?

Mi padre, Antonio Pérez Garibay, o simplemente "Padre", como lo llamábamos mi hermano y yo, se sentó frente a su escritorio, apoyó los brazos encima y me miró. Sentí una oleada de vergüenza. Hasta deseé que me hubieran disparado solo para no tener que pasar por esto. El líder de la influyente familia Pérez tenía muy mal carácter y nunca dudaba en descargar su furia con sus hijos cuando lo consideraba necesario.

—Se lanzó encima de mí —le expliqué, pronunciando las palabras con esfuerzo—. El barman trató de dispararme. Y luego llegaron los hombres de Luis Rojas y nos atacaron.

Esperaba que, al contarle lo ocurrido, dejáramos de hablar de Max, pero Padre no iba a dar el brazo a torcer.

—Les diste la espalda —me dijo—. Estúpido.

Sus palabras fueron como un cachetazo, y agaché la cabeza en señal de sumisión.

—Me equivoqué —reconocí.

—¡Eso no es excusa! —rugió—. Si esperas sucederme como jefe de esta familia, no puedes cometer esa clase de errores. Nunca.

—Tienes razón, Padre —dije, y él suspiró profundamente, volviendo su atención a los documentos sobre su escritorio. Antonio, mi hermano menor, me tocó el hombro, sugiriéndome que era mejor que nos fuéramos mientras pudiéramos, pero yo me alejé de él.

—Padre —insistí, obligándolo a mirarme a los ojos—. ¿Qué hago con esta deuda? ¿No podemos deshacerla?

Padre levantó una ceja.
—¿No eres hombre acaso? —Se levantó de golpe y, por un segundo, vi en su expresión el dolor que intentaba ocultar. Su enfermedad estaba llegando a un punto insostenible. El cáncer de páncreas avanzaba, y el pronóstico no era alentador—. ¿No te enseñé a ser hombre?

Apreté los puños y, casi por instinto, me paré derecho para parecer más imponente.

—Soy hombre —respondí—. Tú me enseñaste a serlo.

—Entonces, dime —replicó—, ¿qué hacemos cuando le debemos la vida a alguien?

Hacía años que fantaseaba con pegarle un puñetazo a mi padre. Uno solo, con todas mis fuerzas. Sabía que, si lo hacía, tendría los segundos contados, pero no podía evitar pensar que tal vez valdría la pena.

—Saldamos la deuda. Un hombre cumple con sus obligaciones —respondí, repitiendo de memoria lo que me había enseñado, aguantándome las ganas de pellizcarme la nariz. Un dolor de cabeza empezaba a asomarse y, si no hacía algo pronto, se transformaría en una migraña—. Bueno, la tengo que proteger de Verstappen. ¿Por cuánto tiempo?

—No vas a protegerlo. Vas a casarte con él.

Sentí que el mundo se detenía y, por un momento, lo único que oí fue el sonido de mi propia respiración.

—Padre...

Él me clavó la mirada. Su paciencia estaba llegando al límite.

—¿Es atractivo ese chico?

Pensé en Max, en sus ojos azules penetrantes y en sus labios carnosos. La ropa desaliñada que llevaba puesta no realzaba su físico para nada, pero recordé cómo se había parado frente a mí con los hombros hacia atrás, como si invitara a que lo evaluara. Me tomé un minuto para pensar en él como hombre y no como una amenaza potencial.

—Sí —respondí—. Es atractivo.

«Y no sirve para esta vida», pensé para mis adentros. Max no entendería este mundo. Tendría que enseñarle demasiadas cosas. Se me agotaría la paciencia... aunque admitía que sentía curiosidad por lo que escondía bajo esa ropa descuidada.

El heredero implacableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora