Después de todo lo que sucedió en el jardín de Kínder, mis padres decidieron llevarme a psicólogos. Lo intentaron todo, buscando respuestas en un diagnóstico, nunca obtuvieron una respuesta clara. Cada vez que les hablaba de mis amigos invisibles, de los niños con los que jugaba, de las voces que escuchaba, se quedaban confundidos. Yo les decía a mis psicólogos que veía y tocaba a esos niños, que no eran producto de mi imaginación, que eran tan reales como ellos, pero las palabras no parecían alcanzar. Me miraban como si estuviera trastornada, como si todo fuera un juego de una mente que no estaba bien. A partir de ahí, mi mundo se llenó de etiquetas. La incomodidad en sus miradas, me llevo a sentirme como si algo estuviera mal conmigo. Empecé a dudar de mí misma, como si la forma en que veía el mundo no fuera válida, y todo eso fracturó la confianza que alguna vez tuve en mi misma.
No recuerdo mucho de mi niñez, en parte porque todo se desdibujó entre las dudas, tratamientos, las palabras de los adultos que me hicieron sentir que no estaba bien. Me enseñaron a callar, a esconder mis visiones, a creer que no había un espacio para lo que sentía. Fue una época, en la que comencé a perderme.
Pero hubo un día, entre mis años de incertidumbre, que marcó un antes y después. Tenía alrededor de nueve o diez años, y estaba sentada en la copa de un árbol de mango con mi hermana pequeña Milagros y mi mejor amigo Federico y un periquito llamado Pirulín. Ese día, el aire parecía diferente, más denso. Como si a todo nuestro alrededor estuviera esperando algo. Nosotros jugábamos despreocupados, riéndonos y cantando. Pero en un momento el ruido se apagó, y una calma extraña nos envolvió. Miramos el cielo naranja que nos abrazaba, y en el silencio que siguió notamos algo raro en Pirulín. El periquito normalmente tranquilo y pacífico, se veía agitado. Volvía y volvía a su jaula, piaba con desesperación. De repente, rompió el silencio con un vuelo frenético, voló hacia el suelo, aterrizando torpemente, y comenzó a correr. Su andar era torpe, como si estuviera usando tacones, algo que nunca habíamos visto antes en él. Nos dio tanta risa ver a mi periquito moverse de esa forma, pero esa risa fue la última de nuestra inocencia.
Al instante, un manto de silencio cayó sobre nosotros. El ambiente se oscureció repentinamente, y, en ese instante, escuchamos una risa. No era la de nosotros, ni la de Pirulín. Era una risa aguda y extraña, la que uno asocia con él "pájaro loco". Ese sonido, tan característico y espeluznante, nos paralizó. Nos miramos, pálidos de miedo, sabiendo que algo no encajaba. Esa risa.. no era humana.
Bajamos rápidamente del árbol, aunque costó, ya que estaba alto, aterrados miramos el árbol y la oscuridad que lo envolvía, algo que nunca habíamos visto antes. Decidimos ir a la casa del vecino para ver si sus hijos, con los que jugábamos de vez en cuando, nos estaban haciendo una broma. Su madre nos dijo que no estaban en casa. Hicimos lo mismo en las casas cercanas, incluso en la que estaba detrás de la nuestra y nadie día estaba allí. Nadie. Por primera vez en mi vida, otras personas además de mí pudieron escuchar y ver lo que yo veía.
Aunque nuestros padres no nos creyeron, mis hermanos mayores sí. Ellos sabían que algo extraño había ocurrido, algo que no podía ser explicado. Y por un breve momento, ya no me sentí tan sola en mi visión del mundo. Pero esa sensación de ser vista y escuchada por otros también trajo consigo más preguntas. ¿Qué significaba todo esto? ¿Estaba yo en lo cierto o me había perdido en una realidad que nadie más podía entender? ..
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Mi Verdad
SpiritualEn este libro revelador y profundo, la autora Elsa Grant comparte sus vivencias más extraordinarias en el mundo de lo sobrenatural. Desde encuentros con lo divino hasta enfrentamientos con fuerzas del lado oscuro, estas experiencias personales desdi...