Bienvenida a Leavenworth.

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—¡Oh por dios! ¿Cómo me dejé convencer para esto?

Se encontraba en la cafetería "Kris Kringl", muy famosa en el pueblo de Leavenworth, Washington. Había llegado hace unas horas en autobús, muy harta de pasar casi cinco horas sentada en esa lata incómoda con tantas fallas de seguridad, sin contar con la carretera nevada. Si por ella fuera, habría contratado un chofer a la salida del aeropuerto, pero por ser las fechas cercanas a Navidad, el pueblo se encontraba abarrotado.

Estaba esperando a que su madre o su hermana pasaran a recogerla, pero nada. Llevaba dos horas encerrada en esa cafetería. Bufaba del frío o del coraje. Ya no lo sabía.

­—­¡Mierda, mierda, mierda! —renegaba mientras sujetaba fuertemente con sus manos su taza caliente de té.

Hace tres años que no visitaba ese lugar en donde nació y creció hasta convertirse en una adolescente. Se marchó de ahí a sus 17 años para ir a la Escuela de Negocios Foster de la Universidad de Washington en Seattle, se encontraba a solo a dos horas y media en coche de su ciudad, razón por la cual su madre, Rebecca, no pegó el grito en el cielo. Fue hasta que llegó la hora de buscar trabajo y especializarse en lo que estudió, teniendo que viajar a la sede de Banco Wells Fargo, en San Francisco. Aunque acababa de obtener su licenciatura en finanzas, fue gracias a su maestro quien la recomendó con un conocido, y gracias a eso pudo entrar a trabajar ahí. Para su madre y su hermana no fue fácil dejarla ir, pero así era la vida, y debía trabajar para salir adelante.

Llevaba siete años trabajando en las oficinas corporativas, ganándose muy bien su puesto y su reconocida experiencia en el mundo financiero y bancario. Amaba su vida en California: el clima, su semi-tranquila vida social, su exhaustiva vida laboral y, a pesar de todo eso, mentiría si dijera que no extrañaba su pueblo. En cada visita le costaba relacionarse con toda la gente que la vio crecer, pero su madre y su hermana se encargaban de sacarle "la cabeza de su culo de estirada" y la obligaban a socializar; cada año era peor. Por lo que temía el castigo que le estarían preparando por no haber ido esos tres años de visita, pero su trabajo estaba primero. No es como que ellas no pudieran ir a visitarla a San Francisco, pero que quisieran salir de su comodidad era otra cosa muy diferente.

La gente que entraba a la cafetería se sorprendía de verla ahí, por lo que no perdían el tiempo para acercarse a saludarla. Deseando mentalmente que alguien llegara a salvarla. Afortunadamente la población era de solo 2,347 personas, desgraciadamente, la mayoría que ella conocía seguían viviendo ahí. ­­

Vaya suerte.

—­­¡Hey, estirada!

No pudo ignorar ese grito conocido de esa voz que tanto, tanto, tantoooo, detestaba. Su hermana comenzó a reírse a carcajadas por haber logrado su cometido.

—¡Ja, volteaste! Hasta tú sabes muy que eres una estirada de primera, Lexita.

—No estoy para tus bromas idiotas, Ontari. Llevo esperándote dos horas —se levantó molesta del taburete, acomodando su saco —¿Dónde estabas?

—Sabes que a estas horas el Resort se llena demasiado. Estaba ayudando a mamá a acomodar a todos los huéspedes para así dejarte libre una habitación... —explicaba calmada mientras le ayudaba con su equipaje — pero no funcionó —finalizó alejándose de ella a paso veloz. 

—¿A qué te refieres? — la vio salir de prisa — Ontari... Onta... ­­¡Me lleva la ...! —agarró ambas maletas impidiéndole que pudiera salir detrás de ella. 

Cuando llegó a su hermana, ya tenía la cajuela abierta de su camioneta, con las maletas arriba y esperaba tranquilamente perdiendo el tiempo en su celular. 

A Christmas Love Story. (Clexa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora