Capítulo 13: La Marca del Dragón

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La noche anterior había sido un torbellino de emociones para Lucenya Velaryon. Las palabras de Aemond Targaryen, cargadas de intención y advertencia, seguían resonando en su mente. Aegon había sido coronado rey. Aquello significaba una traición abierta al deseo de su abuelo Viserys, y sabía que su madre, Rhaenyra, no se quedaría de brazos cruzados. Sin embargo, había algo más que pesaba en su corazón: una extraña empatía hacia Aegon, un joven atrapado en las redes de la ambición de otros.

Por primera vez en mucho tiempo, Lucenya sintió la carga de su linaje. Su lealtad pertenecía a su madre, pero en su interior latía una lucha entre la devoción a su familia y la humanidad que encontraba en el enemigo. Las palabras de Aemond no solo habían traído noticias, también habían sembrado dudas.

Cuando la luz del sol alcanzó su cenit, Lucenya decidió que no podía guardar el secreto por más tiempo. Su madre debía saberlo. Esa tarde, mientras caminaba por los fríos pasillos de Rocadragón, las piedras volcánicas parecían pesar más que nunca bajo sus pies. El aire estaba tenso, como si el castillo mismo intuyera el caos que se avecinaba.

Finalmente, llegó a la sala de la mesa pintada. La gran maqueta de Poniente ocupaba el centro, iluminada por el brillo anaranjado de las antorchas. Allí estaba su madre, Rhaenyra, acariciando su vientre con ternura. Su embarazo estaba avanzado; pronto, otro hijo o hija se uniría a la familia Targaryen. Lucenya se detuvo en seco, atrapada por el temor de que la noticia que llevaba en su pecho pudiera alterar a su madre en ese estado.

Rhaenyra alzó la mirada y sonrió con dulzura al ver a su hija.

-Lucenya, ven aquí. ¿Sucede algo? Pareces inquieta.

Lucenya apretó los puños, reuniendo el valor necesario para hablar, cuando un ruido proveniente del exterior interrumpió la atmósfera. Las puertas se abrieron de golpe, y un grupo de guardias entró escoltando a una figura imponente. Era Rhaenys.

La princesa que nunca fue había llegado a Rocadragón montada en Meleys, su dragona roja. Había logrado escapar de Desembarco del Rey, donde los verdes la habían retenido tras la muerte de Viserys. Su expresión era sombría, cargada con la urgencia de alguien que había visto demasiado en poco tiempo.

-¡Rhaenyra! -exclamó Rhaenys, ignorando las formalidades. Su voz era firme, pero en su tono había un matiz de preocupación-. Viserys ha muerto. Aegon se ha coronado en el Pozo Dragón. Los Hightower han movido sus piezas. No hay tiempo que perder.

Lucenya sintió cómo el aire abandonaba la habitación. Había llegado tarde. La noticia que había dudado en compartir había llegado por otra vía. Pero en el fondo, se sintió aliviada de no ser ella quien rompiera el corazón de su madre.

Rhaenyra, con una mano aún sobre su vientre, cerró los ojos y tomó una profunda bocanada de aire. Cuando los abrió, sus ojos brillaban con determinación.

-No lo permitiré. Ese trono es mío por derecho. Si Aegon cree que puede robármelo, está muy equivocado.

Daemon, que había estado en silencio junto a la mesa pintada, se acercó a Rhaenyra y le colocó una mano en el hombro.

-La guerra está aquí, Rhaenyra. Debemos responder con fuego y sangre.

La noticia de la coronación de Aegon y la muerte de Viserys cayó como un rayo en Rocadragón. Pero la reacción de Rhaenyra fue más que emocional; su cuerpo respondió con un dolor intenso en su vientre, un recordatorio desgarrador de que el estrés y la furia podían desencadenar el parto antes de tiempo.

Lucenya, al ver a su madre doblarse sobre la mesa pintada, corrió a su lado, sosteniéndola mientras Rhaenyra respiraba entrecortadamente.

-Madre, cálmate. Respira conmigo. No es momento aún -dijo Lucenya, su voz temblorosa pero decidida.

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