No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces; pudieron ser meses, tal vez años. Mi memoria se confunde, pero las experiencias vividas en esa etapa quedaron marcadas como cicatrices invisibles en mi interior. Había una en particular que me eriza la piel cada vez que la recuerdo, incluso ahora, años después.
Era una tarde como cualquier otra. Volvimos del colegio y nos acomodamos en casa. Papá veía la televisión con una concentración casi mecánica, mamá estaba en la cocina preparando algo, mis hermanos como siempre, perdidos en las pantallas de sus celulares. Yo, en cambio, estaba afuera, en la vereda, junto a mi hermana, mi mejor amigo y otros niños del vecindario.
Eran las cinco de la tarde, todavía había luz del día. Decidí entrar un momento para cenar. Apenas crucé la puerta, escuché algo que hizo que se me helara la sangre; un golpe seco en el tejado, como si algo pesado hubiese caído. Lo siguiente aún fue más perturbador. Ese "algo" comenzó a arrastrarse sobre el tejado, con un sonido húmedo, como si llevara un saco lleno de líquido, pesado y pegajoso.
Antes de ese arrastre, recuerdo escuchar un ruido similar al aleteo de aves enormes. No eran golondrinas ni palomas comunes; era un sonido más fuerte, más ominoso, como si algo muy grande hubiese aterrizado sobre el techo. Salí corriendo a la vereda de enfrente de la casa, la luz del día aún bañaba el vecindario. Lláme a mi hermano mayor y le pedí que subiera a la escalera frente a la casa de nuestra vecina para mirar qué había arriba de nuestro tejado.
Mientras él subía, yo seguí escuchando esos movimientos: pasos torpes, el sonido metálico del zinc cediendo bajo el peso de aquello que se arrastraba. Mi hermano miro desde la escalera y me dijo que no había nada, pero lo decía con un tono de incredulidad. Porque aunque no podía ver nada, él también escuchaba los sonidos.
Ese día una pregunta grabada lo más profundo surgió en mí: ¿ qué estaba habitando el techo de mi casa a plena luz del día?
Pasado el tiempo, mi curiosidad me llevó a buscar respuestas. Entre días de búsqueda en Internet las y horas y horas de ver videos en YouTube, encontré relatos similares, gente que describía cosas que se sentían familiares, aunque incomprensibles.
Una vez, alguien mencionó la Deep Web. Ese espacio oscuro de Internet, del que muchos hablan con miedo, pero pocos realmente conocían. Mi mente de once años, no entendía del todo lo que implicaba, pero mi curiosidad fue mayor.
Y como las anteriores veces, una mañana cualquiera, me había quedado sola en casa. Decidí sentarme frente a la vieja computadora de escritorio, esa pantalla cuadrada de cuerpo pesado como un televisor. No sé por qué, pero sentía una atracción casi magnética hacia los temas esotéricos. Buscaba respuestas que no comprendía, como si aquella pantalla pudiera revelarme verdades escondidas.
Fue ese día, entre clics y ventanas abiertas, que escuché por primera vez, sobre algo que me dejó sin aliento: subastas electrónicas de personas. Niños, órganos, cosas que a mi edad no entendía del todo, pero que intuía que eran oscuras y terribles. Encontré en ese rincón virtual me abrió los ojos a un mundo que parecía extraído de una pesadilla.
Aquella vieja computadora me mostró un abismo. Y yo, con once años me asomé demasiado cerca.
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Mi Verdad
SpiritualEn este libro revelador y profundo, la autora Elsa Grant comparte sus vivencias más extraordinarias en el mundo de lo sobrenatural. Desde encuentros con lo divino hasta enfrentamientos con fuerzas del lado oscuro, estas experiencias personales desdi...