Capitulo I: "El principe -rompelo-todo"

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Llegué a mi casa agotada, el peso de un largo día de trabajo presionando cada músculo. La llave giró en la cerradura con un sonido metálico que resonó en el silencio del lugar. Abrí la puerta y, al entrar, la familiar sensación de vacío me envolvió. Busqué a mi padre con la mirada, recorriendo la sala con la esperanza de encontrarlo sentado en su sillón favorito, leyendo el periódico o simplemente descansando. Nada. Solo el silencio y el eco de mis propios pasos.

"Otro día que llegará muy tarde del trabajo", suspiré, el pensamiento agrio como el jugo de limón exprimido. La perspectiva de tener que cocinar, de nuevo, me invadió como una ola de cansancio; no soporto la cocina.

Cogí el teléfono, la pantalla fría contra mi mejilla, y marqué el número de mi padre. Tres timbres largos antes de que contestara.

—Dime, hija. —respondió su voz, cálida y familiar, un bálsamo en mi agotamiento.

—¿Otra vez vas a llegar tarde?  —pregunté de manera brusca, todo lo contrario a él. La verdad es que la paciencia se me estaba agotando.

—No, hoy no, ya casi termino; estoy recogiendo para salir.

—Qué bueno, papá… Pero te aviso que hoy no cocino; no tengo ganas. —exclamé, dejando que mi cansancio se filtrara en mi tono.

—Nunca las tienes, Natasha —bromeó, su voz burlona.

—¿Cómo que no? ¡Llevo más de un mes cocinando yo! Y no me he quejado —repliqué, un poco a la defensiva.

—¿Que no te has quejado? ¡Qué cara más dura tienes, hija mía! —contestó, riendo. Sabía que bromeaba.

—Bueno, vale, a veces me quejo, pero… —admití, sin querer alargar la discusión.

—A veces no, ¡todos los días lo haces! —replicó, su voz ahora más jovial.

—Vale, vale, bueno, en fin, te llamé para decirte que hoy cenaremos pizzas.

—Está bien, sabes que me encantan… Espera un momento, Natasha. —me pide y siento su voz un poco alejada del teléfono— … dime… sí… está bien, no hay problema… sí… hasta luego.

—¿Qué pasa? —pregunté preocupada.

—Que a Gustavo se le quedaron unos papeles importantes aquí y voy a tener que llevárselos a su casa.

—Ah… Vale, está bien. Yo pediré la pizza y te espero para comerla… —la idea de una cena tranquila con mi padre me reconfortaba.

—No, no te preocupes, a lo mejor demoro más de lo esperado; no esperes por mí y cena tranquila. Después hablamos, amor. Chao. —lo siguiente que escuché fue el pitido que indica que la llamada había finalizado.

Llamé a la pizzería más cercana que conocía, la misma de siempre, y pedí cuatro pizzas con pepperoni y extra de queso. Una pequeña recompensa a un largo día. Subí rápidamente a mi habitación y me di un baño caliente, dejando que el agua tibia me relajase. El agua recorrió mi cuerpo, llevándose consigo el cansancio. Aun así, la verdad era que me dolían muchísimo los pies de tanto caminar en el trabajo. Necesitaba descansar.

Soy médico desde hace casi dos años. El hospital donde trabajo es generalmente tranquilo, una especie de oasis de calma en medio del caos urbano. Sí, siempre hay pacientes, la rutina de enfermos crónicos, las urgencias menores, los casos rutinarios. Pero la mayoría de los días se suceden con una cadencia sosegada. Hoy, sin embargo, fue diferente. Un accidente masivo, un autobús contra un semáforo en la hora punta, había inundado la sala de urgencias. Un torbellino de sirenas, camillas y el ritmo frenético de un equipo médico trabajando en sincronía perfecta. Varios heridos graves, fracturas, contusiones, pero, gracias a Dios, ningún fallecido. Salimos exhaustos, pero con la satisfacción del deber cumplido. Aun así, mi día, con toda su adrenalina, palidecía en comparación con el de mi padre.

El error del principe. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora