Me pregunto si es porque aún no soy lo suficientemente maduro o porque soy demasiado joven. ¿La madurez es proporcional a la edad? Es una pregunta que he reflexionado muchas veces, aunque ahora la considero algo egoísta. Si la respuesta fuera negativa, significaría que hay quienes tuvieron que madurar demasiado pronto, y eso resulta doloroso de imaginar.
Pienso en esos niños que, en lugar de disfrutar la despreocupación propia de la infancia, cargaron con responsabilidades o dolores que no les correspondían. Niños que, por las circunstancias, no pudieron vivir plenamente la etapa más mágica de la vida, aquella en la que el mundo debería sentirse grande, seguro y lleno de posibilidades. Me pregunto si esas experiencias los marcaron para siempre o si, de alguna manera, pudieron encontrar la forma de reconstruir su niñez perdida.
Quizás la verdadera pregunta no sea si la madurez depende de la edad, sino qué hacemos con lo que vivimos, cómo encontramos el equilibrio entre crecer y mantener viva la chispa de nuestra esencia. Al final, tal vez no se trata de cuánto hemos madurado, sino de cómo elegimos reconstruirnos tras lo que nos tocó vivir.
En mi caso, mi niñez fue mayormente buena, aunque los recuerdos son vagos, casi como si los mirara a través de un vidrio empañado. Siempre he pensado que no recordar con claridad es una forma de protegerse, como si mi mente hubiera decidido dejar atrás lo que dolió demasiado. Al investigar, descubrí que este bloqueo puede ser común, especialmente cuando la infancia estuvo marcada por pérdidas o momentos difíciles. Tal vez eso explique por qué soy como soy ahora.
De niño, enfrenté despedidas que no entendía del todo. Algunas de las más dolorosas fueron mis mascotas. Recuerdo cómo lloré desconsoladamente cuando una de ellas murió. Era tan pequeña que cabía en mi bolsillo, y aun así, el amor que sentía por ella era inmenso. Nunca entendí cómo podía amar tanto a un ser tan diminuto, pero lo hacía con todo mi corazón. Su partida dejó una marca que aún llevo conmigo, como esas cicatrices invisibles que nunca desaparecen por completo.
Con el tiempo, sin darme cuenta, empecé a construir barreras para protegerme. Esas pérdidas, esos dolores tempranos, me enseñaron a levantar defensas. Al principio, estas murallas parecían algo bueno, una herramienta necesaria para sobrevivir. Como un escudo que me aislaba del sufrimiento. Pero esa protección vino con un precio. El niño que solía llorar hasta quedarse dormido, que derramaba lágrimas cada vez que sentía el rechazo o la soledad, dejó de hacerlo. Ya no podía llorar, ni siquiera en los momentos en que más lo necesitaba.
A veces me pregunto si este endurecimiento emocional es lo que llaman bloqueo emocional. En un principio, lo veía como una fortaleza, pero con los años entendí que no lo era. Cuando se trata del amor, estas barreras no protegen, solo asfixian. Lo que antes era un refugio seguro se transforma en una prisión. Ese escudo, que tantas veces me salvó, se volvió mi enemigo.
El amor no necesita armaduras; necesita vulnerabilidad. Pero cuando llevas tanto tiempo escondiéndote detrás de tus defensas, abrirte al amor puede sentirse como una amenaza. Es como tener un ejército poderoso que te protegió en innumerables batallas, y que, al intentar conquistar algo que realmente amas, se destruye a sí mismo. Antes de que la lucha siquiera comience, todo queda reducido a cenizas.
Finalmente, cuando las brasas se apagaron y los ecos de la batalla se desvanecieron, me quedé solo, rodeado por las cenizas de lo que una vez llamé "yo". El viento se mezclaba con el olor agrio del humo y de la despedida, pero mis ojos aún permanecían en el pasado, buscando la silueta de aquel reino. Allí estaba, intacto y hermoso, como un sueño que nunca podría tocar. Su luz no es más que un cruel recordatorio de lo que he perdido y de lo que nunca será mío.
Me quedé en silencio, sintiendo el peso de mis paredes. Durante años creí que mi armadura era mi fortaleza, pero en realidad era mi mayor debilidad. Cada plato que dejó caer estuvo acompañado de miedo, cicatrices y jadeos. Bajo el peso del mundo frío, me di cuenta de que no estaba luchando contra un enemigo, sino contra mí mismo. Ante esa gran visión, entendí que el Reino nunca fue un lugar, sino la promesa de algo más: una parte de mí que todavía anhelo volver a sentir.