Esa misma noche, Isabel se sumió en un sueño profundo, uno que la arrastró lejos de la realidad conocida, llevándola a un lugar que no reconocía, pero que de alguna forma le parecía familiar. Estaba en una comunidad aislada, completamente diferente a cualquier lugar que hubiera visto antes. El aire estaba quieto, pesado, como si el tiempo se hubiera detenido por un momento. El mundo parecía en ruinas, pero de alguna manera mantenía una calma inquietante.
Cargaba en sus brazos a una niña. No era un bebé como los que había visto antes; esta pequeña tenía los ojos de un azul tan claro que casi parecían brillar bajo la luz tenue del atardecer. Su piel era suave, pero la niña no era frágil; había una fuerza inquebrantable en su mirada. Isabel la miraba con una mezcla de fascinación y temor, sintiendo un vínculo inexplicable con ella, como si ya la hubiera conocido en algún otro tiempo o lugar. La niña, por su parte, no lloraba ni hacía ruido. Su pequeña mano se aferraba a su cuello, y sus ojos brillaban con una intensidad que dejaba claro que sabía más de lo que una niña de su edad debía saber.
Isabel se miró a sí misma. Estaba diferente. Su ropa era más rústica, y su piel parecía curtida por el sol. Pero lo más extraño de todo era la sensación de que ese lugar, aunque extraño, la había acogido como si fuera su hogar. La comunidad alrededor estaba llena de casas de madera, todas bien cuidadas, pero el silencio predominaba, como si el tiempo se hubiera detenido allí, esperando algo.
De repente, sus ojos se fijaron en una figura a lo lejos. Un hombre estaba de pie en medio de un campo, su figura destacando entre los árboles. Él llevaba un sombrero de sheriff, y aunque estaba alejado, Isabel no podía dejar de notar la familiaridad de sus rasgos. Algo en su postura, en la manera en que miraba hacia el horizonte, le resultaba tremendamente conocido. El hombre no era viejo, quizás unos 17 años, pero su presencia era firme, como si ya hubiera vivido más de lo que su juventud aparentaba.
Isabel sintió un tirón en su pecho, una necesidad de acercarse, como si algo la estuviera llamando. Caminó hacia él, sintiendo que el terreno bajo sus pies crujía con cada paso, hasta que, finalmente, estuvo lo suficientemente cerca para ver su rostro.
Era él. Carl Grimes.
El chico de su mundo. Pero no podía ser. No en ese lugar, no en esa época. Sin embargo, no había duda. Era Carl. Los mismos ojos, la misma cicatriz en su rostro, pero algo había cambiado en él. El joven Carl ya no era el niño que había conocido en su pasado, ni el hombre que había dejado atrás. Ahora era alguien más, alguien que pertenecía a este mundo extraño, y a la vez, parecía estar esperándola.
Isabel no pudo evitar hablar.
—¿Carl...? —su voz salió vacía, casi incrédula, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
Carl la miró fijamente, su mirada seria, pero no sorprendida. Como si todo esto fuera algo que ya sabía, algo inevitable. Su sombrero de sheriff caía ligeramente hacia un lado, dándole un aire aún más enigmático. Se acercó lentamente, sin prisa, como si el tiempo ya no tuviera sentido en este lugar.
—Lo sabes, Isabel. —Dijo con voz grave, su tono lleno de una certeza que hizo que Isabel diera un paso atrás. No era una pregunta, sino una afirmación. —El destino tiene formas extrañas de enlazarnos. Pero yo... yo soy solo una parte de la historia. —Añadió, sus ojos fijos en los de ella, como si leyera lo más profundo de su ser.
Isabel lo miró, sin saber si debía decir algo, si debía preguntar por qué él estaba aquí, o cómo había llegado a este lugar. Pero antes de que pudiera articular una palabra, Carl se inclinó ligeramente hacia el bebé en sus brazos, sus ojos fijos en ella. La niña no lloraba, pero su mirada, a pesar de su corta edad, parecía comprender lo que sucedía.