Capítulo 22: El Fuego de las Palabras

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Lucenya se encontraba en los jardines de Rocadragón, donde el aire fresco del mar acariciaba su rostro y la brisa llevaba consigo el aroma salado que tanto le recordaba su hogar. Su embarazo ya era evidente, y aunque su vientre comenzaba a redondearse, no era solo el peso de la vida nueva lo que lo llenaba. Había algo más, algo que la mantenía serena a pesar del vacío que aún sentía. El recuerdo de Lucerys, su hermano perdido, y de Baelor, su hijo no nacido, nunca la dejaría. Pero el paso del tiempo le había otorgado una calma inesperada, como si el dolor hubiera comenzado a transformarse en algo más manejable.

Mientras paseaba entre las flores, su mente se desvió hacia Aemond, ese hombre al que había odiado profundamente por arrebatarle lo más querido. A pesar de todo, en algún rincón de su ser, un cariño especial por él permanecía, algo que Lucenya no comprendía ni aceptaba por completo. ¿Cómo podía haber algo más que resentimiento hacia el hermano de su asesino, el hombre que había arrasado su vida y la de su familia?

El sonido del viento que agitaba las hojas la sacó de sus pensamientos cuando un sirviente se acercó con una carta en las manos. Lucenya reconoció al instante el sello. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, un frío y un calor que se entrelazaban, como si fuera una vieja herida que, aunque no sangraba, seguía doliendo.

Tomó la carta con manos temblorosas, observando el sobre en silencio. Un dolor agridulce se instaló en su pecho, y por un momento, pensó en no abrirla. Pero el impulso, ese deseo insensato de saber qué tenía que decirle Aemond, prevaleció. Sin palabras, deshizo el sello y desplegó el pergamino.

"Lucenya," comenzaba la carta, "sé que mi presencia es lo último que deseas en tu vida, y que mis acciones han dejado cicatrices que no se pueden borrar. No espero que me perdones, pero quiero que sepas que mis pensamientos están contigo. Lo que sucedió entre nosotros no puede deshacerse, pero sigo creyendo que hay algo en ti, en mí, que aún puede encontrar paz. No pido tu perdón, solo que escuches lo que tengo que decir."

Las palabras de Aemond la golpearon con la fuerza de un dragón. No podía negar que había algo en su tono, algo que despertaba una mezcla de compasión y desdén en su pecho. ¿Cómo podía ese hombre, tan lleno de arrogancia, tan marcado por su propio orgullo, mostrar algo tan vulnerable? Lucenya sintió una punzada de confusión, el cariño que sentía por él, no podía olvidarse.

Su mente quería rechazarlo, pero su corazón... su corazón aún encontraba, en los recuerdos de su niñez, una profunda nostalgia .

La carta cayó de sus manos, y por un largo momento, Lucenya se quedó inmóvil, mirando el papel como si no pudiera entender lo que acababa de leer. Todo lo que había sido destruido por Aemond, todo lo que había perdido... ¿podía simplemente perdonarse? No, no podía. Las palabras no podían curar lo que había sido arrancado de su vida.

Se levantó lentamente, con el corazón pesado. Caminó hacia la chimenea que ardía en el salón. No necesitó más que una mirada a la carta para saber lo que debía hacer. Las llamas la devorarían, como todo lo que Aemond le había arrebatado, como la ilusión de un futuro que ya no existía.

Con movimientos decididos, Lucenya lanzó la carta al fuego. Las llamas la recibieron con voracidad, consumiéndola hasta convertirla en cenizas. El papel crujió mientras se desintegraba, y Lucenya sintió, por un momento, que ese fuego purificaba algo dentro de ella. No era un perdón lo que necesitaba, sino una liberación. No podía dejar que Aemond la alcanzara con sus palabras. No podía permitir que su presencia, aunque ausente, siguiera interfiriendo en la vida que intentaba reconstruir.

Las semanas siguientes fueron similares. Cada vez que llegaba una carta de Aemond, Lucenya no podía evitar sentir esa mezcla de curiosidad y rechazo. Las cartas eran constantes, casi como una súplica, y aunque sus palabras eran cada vez más cargadas de arrepentimiento, Lucenya no encontraba en ellas la paz que tanto anhelaba. Aemond le hablaba de lo que había perdido, de la culpabilidad que lo consumía, de cómo deseaba poder cambiar el curso de los eventos. Pero Lucenya ya no podía escucharle. Ya no podía permitir que sus palabras llegaran a su alma.

Cada carta era recibida, leída en silencio, y luego, quemada. El fuego devoraba las palabras de Aemond, y con cada carta consumida, Lucenya sentía que se alejaba más y más de él. Aunque su corazón a veces titubeaba, aunque la memoria de lo que había sido entre ellos la atacaba en los momentos más inesperados, ella sabía que la única forma de sanar era cortar el lazo que la unía a él.

Con el paso del tiempo, el dolor se fue transformando en algo más liviano, algo que no le robaba la paz que había comenzado a encontrar. Su embarazo seguía avanzando, y aunque el futuro era incierto, había algo que Lucenya sabía con certeza: su hijo, el pequeño ser que crecía en su vientre, era la única razón por la que luchaba por seguir adelante. Ese niño, tan esperado, tan querido, representaba todo lo que aún podía ser bueno en su vida.

Una mañana, mientras miraba el mar desde una de las terrazas de Rocadragón, Lucenya recibió otra carta. Era una más entre tantas, pero algo en su interior le dijo que esta vez no debía abrirla. La miró durante unos momentos, con el corazón palpitando, y finalmente, la llevó al fuego sin dudar.

El fuego consumió la carta, y Lucenya se quedó mirando cómo las llamas la devoraban. Sabía que Aemond nunca dejaría de enviarlas, pero también sabía que, mientras las quemara, seguiría liberándose del peso de su presencia en su vida.

Al final, en el silencio de Rocadragón, con el viento acariciando su rostro y el futuro palpando suavemente en su vientre, Lucenya se dio cuenta de que la verdadera paz no provenía del perdón de Aemond, ni de las cartas que le enviaba. La paz que buscaba solo podía venir de su propio corazón, de su capacidad para sanar y seguir adelante, sin importar cuánto lo intentara el hombre que alguna vez había amado más que a sus propios hermanos.

Aemond nunca recibiría respuesta.

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