Fast Track

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Maite y yo llegamos, nerviosas y emocionadas al aeropuerto. ¡Hace tanto que no viajo en avión! La gente va de un lado para otro en un ritmo frenético del que no somos parte. Preferimos tomárnoslo con calma. En un arranque de valentía, decido escribir a David para saber qué vuelo toma. No tardo en arrepentirme al caer en que el Señor Scrooge no es muy amigo de contestar pronto a los mensajes.

Nos dirigimos al control, o mejor dicho, sigo a Maite, mi guía en este caos. La tensión en mi estómago crece con cada paso. Afortunadamente, encontramos una cola más vacía y pasamos rápidamente. El personal es amable y no me siento atropellada como otras veces. Todo el proceso nos lleva apenas cinco minutos.

—¡No puedo creer lo rápido que hemos pasado el control! —exclamo. Todavía no entendiendo por qué me daba pavor ese trámite tan absurdo.

—Es porque hemos pasado por el fast track. Mira —Maite señala un cartel, que no deja lugar a dudas.

—¿Fast track? ¿Cómo conseguiste eso? —pregunta Alba, intrigada.

—Un amigo me dejó una tarjeta. 

Ojalá alguien me ofreciese a mí la posibilidad de fast track con David, para poder fluir sin problemas e interminables colas de dudas y tensión. Es que ni siquiera se ha dignado a responder el mensaje.

—También podemos ir a la sala VIP, si quieres —dice Maite, guiñándome un ojo.

La idea de disfrutar de un poco de lujo antes del vuelo es tentadora. Quizá así pueda quitarme de la cabeza al susodicho.

Después de una breve caminata, llegamos a la sala VIP. El contraste entre el bullicio exterior y la calma interior es notable: la música suave, la iluminación cálida, el ambiente acogedor... Maite pide dos copas de champagne y nos sentamos en dos cómodos sillones, observando los despegues a través de una gran cristalera. Disfruto de la tranquilidad del momento, olvidando mis preocupaciones y dejando de revisar el móvil constantemente. 

Mi amiga posa una mano sobre mi muslo.

—Tía, tengo que contarte algo. 

Antes de que pueda decirme nada, el panel anuncia que nuestro vuelo está embarcando. La adrenalina se dispara y nos lanzamos a la puerta de embarque. ¡Qué duro se hace volver a la clase turista!

El vuelo es tranquilo y el champange hace que nos pasemos la mayoría del tiempo durmiendo. Al aterrizar, en un arrebato de locura, cogemos un taxi que nos lleva directamente al hotel de Maite. Nos dejamos en él dos riñones y medio. Pero bueno, un día es un día. 

Todavía no tengo noticias de mi jefe. Ya que él se encarga de mi reserva, reserva que, como no me ha enviado, no puedo utilizar. Así que me quedo con Maite en su habitación. Ambas nos dejamos caer sobre la cama, sintiendo con alivio la suavidad de las sábanas. Maite saca un par de paquetes envueltos de la maleta. La miro con recelo

—Le comenté a los chicos que veníamos y les pedí que nos diesen algo para acordarnos de ellos.—Explica ella.

Pero uno de los paquetes despierta mi recelo. Cuando lo abro, lo que encuentro me deja sin palabras.

No te enamores de tu jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora