Capítulo 5

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Hace cuatro años.
Athena.
La primera clase fue mucho más difícil de lo que había anticipado. Monique me había advertido que aprendería a bailar no sería sencillo, pero nunca imaginé lo agotador que sería. Nos encontrábamos en una habitación que, al principio, parecía una simple sala de ejercicios. Las paredes estaban cubiertas de espejos, y el aire pesado parecía absorber cada uno de mis movimientos. En el centro, una barra que brillaba débilmente bajo la luz cálida de las lámparas.

Monique estaba en su elemento, se movía con una fluidez impresionante. Cada paso, cada giro, parecía natural para ella. Sus movimientos eran precisos, sensuales, con una gracia que no podía evitar admirar, aunque mi mente se rebelaba ante la idea de tener que hacerlo yo misma.

—Vamos, Athena —me dijo Monique mientras se acomodaba frente a mí, colocando sus manos sobre sus caderas—. Lo primero que debes aprender es cómo usar tu cuerpo. El pole dance no es solo sobre flexibilidad o fuerza; es sobre control, y sobre mostrar una parte de ti misma que el público quiere ver.

Levanté la vista, mis ojos brillaban con una mezcla de incomodidad y desafío. Sabía que tenía que hacerlo, pero me sentía…vulnerable.

—No te preocupes por el público por ahora —continuó Monique, leyendo mi rostro—. Primero, debes sentirte cómoda con tu propio cuerpo, y eso toma tiempo. Yo estaré aquí para guiarte.

Me lo repitió varias veces, y aunque la idea de tocar esa barra y usarla como una extensión de mi cuerpo me aterraba, no tenía más remedio que intentarlo. Sus instrucciones fueron claras, pero al principio mis movimientos eran torpes y descoordinados. Mis manos resbalaban, mis piernas no se alineaban correctamente, y cada vez que intentaba girar alrededor de la barra, sentía que no tenía el control que Monique parecía tener tan naturalmente.

—Relájate, Athena. Tienes que dejar de pensar tanto. El cuerpo se mueve cuando la mente lo permite —me dijo Monique mientras observaba mi esfuerzo, sin un atisbo de crítica, solo paciencia.

Era extraño. No solo me enseñaba a bailar, sino que me estaba mostrando una forma de pensar, de desconectarme de mis miedos y entregarme al movimiento. Cada vez que me equivocaba, ella me corregía con una suavidad que me hacía sentir que no estaba fracasando, sino simplemente aprendiendo.

A medida que avanzaba la tarde, mi cuerpo se fue acostumbrando a los movimientos, aunque mi mente seguía llena de incertidumbre. ¿Cómo podría hacer todo esto sin perderme a mí misma? El sonido de la barra al deslizarme y mis propios resoplidos de esfuerzo me recordaban lo que estaba en juego.

La noche cayó lentamente, y el entrenamiento no cesó. Monique no me dejó descansar, me instó a continuar. Cuando finalmente me sentí un poco más confiada con los movimientos básicos, ella se acercó y me observó con atención.

—Ahora, quiero que te concentres en algo más importante —dijo, sus ojos fijos en los míos—. El objetivo no es solo bailar bien. Es que cada hombre en la sala sienta que eres la única que existe para él, aunque no lo seas. El arte de entretener está en saber cuándo mostrar y cuándo ocultar.

Una mezcla de incomodidad y desconfianza se apoderó de mí, pero me obligué a no mostrarlo. Monique parecía saber lo que hacía, y si quería salir de ese lugar, debía aprender todo lo que pudiera. Aunque no entendiera bien el juego al que me estaba viendo forzada a jugar, sabía que necesitaba hacer lo que ella me decía.

Monique se me acercó y me mostró un movimiento que parecía sencillo pero que requería un control total de mi cuerpo. Primero, tenía que girar alrededor de la barra, luego, al llegar al lado opuesto, debía caer hacia el suelo, pero con la suficiente gracia como para mantener la ilusión de que el movimiento era natural. Me mostró cómo acariciar la barra, cómo colocar mis manos y pies para dar una sensación de sensualidad sin perder la compostura.

El rubí del Emperador [+18] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora