Capítulo 31: La sombra del deseo

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El sol se alzaba bajo una espesa niebla en Desembarco del Rey, bañando la capital con una luz suave y melancólica. En el salón del Trono, las paredes de piedra resonaban con las voces ásperas de los miembros del Consejo Verde, que debatían enérgicamente sobre la siguiente jugada en la guerra contra Rhaenyra Targaryen. Los planes, las estrategias, las traiciones se tejían y se desenredaban, mientras el rey Aegon II Targaryen se sentaba en el trono de hierro, ajeno a las palabras de sus consejeros.

El rostro de Aegon estaba marcado por las líneas de la fatiga, pero sobre todo por una sombra que lo oscurecía aún más: el pesar. No podía apartar de su mente la imagen de Lucenya. El rostro juvenil de su sobrina, la que había sido su amor perdido, su deseo prohibido. Aunque su corazón sabía que debía estar centrado en la guerra, en la lucha por la corona, sus pensamientos siempre volvían a ella, a su sonrisa, a la dulzura de su mirada.

El veneno de Alicent, siempre astuta, le había hablado con palabras envenenadas, y poco a poco había logrado que su amor por Lucenya se torciera en un profundo sentimiento de culpa y repulsión. Pero algo en su interior seguía rebelándose. La mente de Aegon podía ser manipulada, pero su corazón… su corazón pertenecía a Lucenya, y eso lo sabía mejor que nadie.

-Su Majestad.- dijo una voz profunda, rompiendo la atmósfera cargada. El miembro del Consejo, Ser Criston Cole, estaba de pie junto a él, con la mirada fija en su rostro. -¿Deberíamos considerar un ataque más directo en el Trono de Rocadragón? Los dragones de Rhaenyra son una amenaza que no podemos ignorar.

Aegon parpadeó lentamente, intentando enfocar su mente en la reunión. Desvió la mirada hacia el mapa extendido sobre la mesa, pero nada en él parecía captar su atención. La imagen de Lucenya seguía danzando ante sus ojos, y no podía detenerla. El recuerdo de las largas noches compartidas, sus sueños sobre caricias furtivas bajo las estrellas, la pasión que había vivido junto a ella, le quemaban el alma.

-No, no aún.- murmuró Aegon en voz baja, más para sí mismo que para los demás. -Debemos esperar… La oportunidad perfecta.- Sabía que tenía que estar en control, pero la constante guerra entre lo que debía hacer y lo que su corazón anhelaba lo estaba desgarrando.

Alicent, sentada en un rincón oscuro de la sala, observaba en silencio. Ella había sido la que había sembrado la semilla del odio hacia Lucenya, la que había alimentado las dudas y los miedos en el corazón de su hijo. Su mirada fría y calculadora nunca dejaba de estudiar a Aegon, y a pesar de sus esfuerzos por ocultar su dolor, sabía que su hijo aún guardaba los restos de amor por su sobrina.

-Majestad.- continuó Criston, sin notar el distante mirar de Aegon- ¿no cree que debemos tomar decisiones más rápidas? Los señores de las tierras del sur podrían empezar a ver nuestras dudas como debilidad.

Aegon levantó la vista, los ojos grises sin vida, y finalmente habló con una voz más firme, aunque sin poder evitar que una sombra de tristeza invadiera sus palabras.

-Tenemos tiempo, Criston. No vamos a cometer los mismos errores que cometieron los Targaryen antes que nosotros. Rhaenyra se destruirá a sí misma, y cuando lo haga, tomaremos lo que nos corresponde. Todo a su debido tiempo.

Pero en el fondo, Aegon sabía que la verdadera batalla no era contra Rhaenyra, ni contra su madre, ni contra los rebeldes del reino. Su lucha era interna. La guerra que libraba era la que se desataba en su corazón, una guerra que no podía ganar.

La figura de Lucenya parecía más viva que nunca, llena de vitalidad, aunque distanciada por el abismo de las circunstancias. Él mismo había sido el que las había creado, el que había permitido que el amor de su corazón se convirtiera en una condena. Alicent, con sus intrincadas manipulaciones, había logrado que Aegon se distanciara de sus propios sentimientos, transformando lo que una vez fue un amor puro en una espina dolorosa que lo atravesaba sin cesar.

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