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Me he comprado un blog de notas A5 para escribir mi día a día. Desde que trabajo en un almacén de material de papelería desde hace casi un año, me conciencié de que los cuadernos A5 son más pequeños que los de A4. Decidí, sin más preámbulos, dejar la polémica de que no tiene lógica que, cuanto más pequeño es el número, más grande es el tamaño, y... que eso confundiría a todos.

Ahora eso me da igual. Mi frustración es otra, como mis ganas de independizarme para vivir yo sola y dejar de compartir piso con mis tres hermanas gritonas. El piso heredado de mis padres después de aquel fatídico accidente cuando yo solo tenía quince años.

Soy la menor de las cuatro y, aunque el piso es pertenencia de todas, yo fui la única que con veintiún años se largó con su novio al que creyó el amor de su vida y que jamás volvería a aquella casa de locas desquiciadas y solteronas de por vida.

Cuando lo dejé con Pablo, después de cuatro años viviendo juntos, en una casita muy mona, pero que costaba un ojo de la cara por estar en el centro del pueblo y que solo nos podíamos permitir trabajando duro los dos, no tuvimos más remedio que volver a nuestro lugar de origen. Destino: casa de nuestros padres. Él tuvo algo más de suerte, pues solo tiene una hermana mayor, casada y con hijos, que lleva años con su vida resuelta como abogada de prestigio al igual que su marido. Así que Pablo se quedo a vivir solo con sus padres. Que son un encanto, por cierto. Nada que ver con las locas de mis hermanas, que creo que están esperando a que las demás conozcan ya a un buen hombre que las aguante para quedarse sola en el hogar que fue de mis padres. Porque con ellos sí fue un hogar, con respeto, orden y sin gritos todo el tiempo. Pues ellos lograban dar esa paz y armonía que echo tanto de menos, junto con el calor familiar. Al año de ya no estar con nosotras la casa se volvió un centro psiquiátrico, hablando en sentido figurado. Y como iba diciendo al principio, el piso es pertenencia de todas, pero al irme ya una vez, aprovecharon para hacer de mi habitación una lavandería, cuarto de la plancha y utensilios de limpieza. Cuando volví, todo eso fue a parar a su antigua alacena. Menos la secadora, que no cabía en otro sitio que donde iba a ser de nuevo mi habitación. Y ya no es solo por la estética, sino por el ruido que hace cuando intento dormir por las noches. Porque a algunas de mis hermanas, tan empáticas ellas, les hace falta tener la ropa seca para el día siguiente.

Pero yo me amoldo a todo, aunque me entran unas ganas terribles de tirarles una silla a la cabeza o algo, mantengo mi compostura e intento mantenerme al margen de su mundo catastrófico. Pues como he podido, me he creado mi burbuja en esta habitación con mi cama de 90, el armario para la ropa, que ya estaba, una mesita de noche que me compre de oferta de madera muy chula y un par de estanterías para poner, entre otras cosas, todos mis libros de lectura. Porque soy amante de los libros, y más cuando me di cuenta de que es lo que me hace evadirme de la cruda realidad. Eso y los cactus que tengo en mi ventana, los que le dan algo de vida a mi espacio.

También, lo que me agradó de volver a casa fue el reencuentro con mi mejor amigo de la infancia y vecino puerta con puerta, el único del vecindario, a parte de mí, que ha regresado a su casa después de romper también con su novia. Creo que por asuntos de cuernos de ella a él. Tampoco quise indagar mucho cuando me dijo que estaba mejor así y que quería aprender a vivir soltero, aunque fuera de momento en casa de sus padres. Al menos él es hijo único.

―¡Psss, psss!― lo llamo desde mi habitación a la suya, que está pegada a la mía y nuestras ventanas están una al lado de la otra con vista al ojopatio.

Recuerdo que cuando llegó nuevo a vivir aquí a los ocho años, a pesar de poder elegir otra habitación con otras vistas mejores porque no tenía hermanos, prefirió esa para poder comunicarse conmigo y planear con más facilidad nuestra próxima travesura. Pues nada más llegar, yo, curiosa como siempre, estaba sentada en el escalón del portal viendo qué vecinos nuevos eran los que descargaban aquella furgoneta petada de muebles y también de muchos libros. Él se acercó y preguntó si yo también vivía en el mismo edificio. Le dije que sí con timidez, por parecer una cotilla observando cada movimiento arriba y debajo de la escalera, y él me respondió ″guay″, con una cara sonriente. Nos fuimos a dar un paseo por el parque de enfrente a contarnos nuestras batallitas y lo que podíamos hacer por las tardes después de terminar los deberes. Cuando le dije que era su vecina de al lado, dijo entonces que se quedaría la habitación pegada a la mía para poder hablar de todas formas cuando no pudiéramos salir. No nos dimos cuenta de que transcurrió una hora y media y que también se nos olvidó avisar a nuestros padres. Cuando volvimos estaban nuestras madres llorando de un lado a otro buscándonos y nuestros padres enloquecidos a punto de llamar a la policía. Nos costó un castigo de una semana. Cosa que no nos importó, pues nuestro consuelo era mandarnos notitas en silencio por la ventana, ya que, si nos escuchaban hablar, corríamos el riesgo de que nos cambiaran de habitación y ya sí que sería un castigo aburrido.

Ahora, después de años, me entró la nostalgia y quise volver a aquellos años felices de mi adolescencia.

―Psss, psss― vuelvo a insistir sacando más la cabeza por la ventana (con cuidado de no pincharme con alguno de los cactus), para cerciorarme de que la suya está abierta y pueda escucharme.

Una cara de sorprendido y una ceja arqueada se asoma y me hace reír.

―¿Qué haces?― me pregunta sin entender.

―Pues llamarte para ver qué hacías.

―¿Y no puedes llamar a mi puerta y así salimos un rato?― dice con mofa―. Tienes veintiocho años, no creo que te riñan por salir un rato de tu casa.

―Lo sé, pero se me ocurrió volver a los viejos tiempos― rio.

―¿Sigues siendo una rarita como yo?― ríe también.

―Sí, y creo que por eso Pablo y yo lo dejamos. No entendía mis rarezas tan peculiares. Añadiendo otras cosas a parte, claro.

―Ah...― se queda en silencio unos segundos y prosigue― ¿Y tienes algo interesante que contarme?

Miro hacia dentro de mi habitación cerrada y veo la secadora dar vueltas que amortigua un poco el ruido de las voces de mis hermanas. Luego lo vuelvo a mirar a él.

―¿Qué es ese ruido?

―La secadora ―respondo con los ojos en blanco.

―¿Tienes una secadora en tu cuarto?― suelta una risotada.

―Sí hijo, sí. Me tocó tenerla aquí cuando volví. No cabe en otro sitio.

―Pues de puta madre.

La ventana de enfrente se cierra de un portazo que me hace sobresaltar. Bueno, más bien la ha cerrado así a posta la señora Catalina. ″Cata″ para algunos vecinos y ″la vieja Cata″ para otros.

―¿Aún sigue viva esa mujer?― pregunto desconcertada―. ¡Tendrá casi los cien años!

―Noventa y seis, le escuché decir a mi madre ayer. Y... sigue moviéndose tan rápido como siempre. ¿Te acuerdas cuando nos imaginábamos verla andar por el rellano de nuestra puerta haciendo el puente retorcida como la niña del exorcista?

En esos momentos nos reímos a carcajadas, recordando en nuestra imaginación a la vieja Cata corriendo por el pasillo como exorcizada.

Nos pegamos un rato recordando a los antiguos vecinos y a los que aún siguen. Hasta que una de mis hermanas me avisa para comer y me tengo que despedir de él hasta otro momento.

―Hasta luego, Ulises.

―Hasta luego, Alma.

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