Capítulo 28| Dante

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Las luces de la mansión estaban tenues cuando entré, el eco de mis pasos llenando el vacío del lugar. La jornada había sido un desastre: reuniones interminables, decisiones equivocadas de mis socios y un posible traidor en mi organización. Apenas podía soportar el peso en mis hombros mientras me deshacía de la corbata.

Athos levantó la cabeza desde el sofá donde estaba junto a Alma, pero en cuanto me reconoció, volvió a acomodarse, descansando junto a su dueña.

—Hola, —murmuré al pasar, dirigiéndome directamente a la barra. No miré a Alma, no tenía cabeza para eso. Solo necesitaba sentir el ardor del whisky bajando por mi garganta, algo que me distrajera de la rabia que hervía dentro de mí.

Tomé un vaso, lo llené hasta el borde y di un trago largo. El líquido quemó, pero no fue suficiente para apagar el fuego en mi interior.

—¿No me vas a dar ningún beso o decirme qué tal te ha ido? —La voz de Alma rompió el silencio desde el salón.

Dejé el vaso sobre la barra, mirando hacia la pared frente a mí sin girarme.
—No estoy de humor para eso, Alma. —Mi tono fue cortante, más de lo que debería haber sido, pero no me importó.

Desde mi posición, vi cómo pausó la televisión y se levantó del sofá. Su silueta se movió hacia la escalera, cada uno de sus pasos retumbando como un recordatorio de lo que acababa de hacer.

—Bueno, pues mejor hablemos cuando se te haya pasado, —respondió, su tono sereno pero con un filo que me molestó más de lo que debería.

Giré la cabeza, mi mirada oscura encontrándola mientras ponía el pie en el primer escalón. La advertencia estaba en mis ojos antes de que las palabras salieran de mi boca.
—No vuelvas a repetir eso, Alma. Sabes que no me gusta que me digas eso.

Ella se detuvo por un segundo, luego siguió subiendo. La rabia se desbordó en mi interior. Dejé el vaso con fuerza sobre la barra y crucé el espacio entre nosotros en tres zancadas. Mi mano atrapó su muñeca y, antes de que pudiera reaccionar, la giré hacia mí y la empujé suavemente contra la pared más cercana.

—Dante, ¿qué haces? —Su voz era un susurro, pero en ella había un desafío que no podía ignorar.

Me acerqué, dejando apenas unos centímetros entre nuestros cuerpos. Mis manos quedaron apoyadas en la pared a ambos lados de su cabeza, encerrándola. Mi respiración era pesada, y podía sentir la suya igual de agitada.

—No vuelvas a desafiarme de esa manera, Alma. No cuando sabes cómo soy.

Ella levantó el mentón, mirándome directamente a los ojos, desafiándome una vez más.
—¿Y qué vas a hacer, Dante? ¿Vas a encerrarme en tu jaula otra vez?

Su comentario encendió algo dentro de mí. Antes de darme cuenta, mi mano estaba en su cuello, no apretando, pero lo suficiente para que supiera quién tenía el control.

Athos se levantó del sofá en un instante, sus gruñidos llenando la habitación. No lo miré, pero pude sentir su presencia detrás de mí, listo para defender a Alma.

—Athos, quieto, —ordené sin apartar los ojos de ella. El perro se detuvo, aunque seguía gruñendo, vigilante.

Alma intentó liberar su cuello, pero no hice más que acercarme, mi voz baja y amenazante.
—No quiero hacerte daño, Alma, pero sabes que no me gusta que me provoques. No cuando el día ya ha sido lo suficientemente malo.

Sus ojos se suavizaron un poco, pero su boca seguía apretada, negándose a ceder.
—¿Y qué, Dante? ¿Es mi culpa que tu día haya sido malo? ¿Eso te da derecho a tratarme así?

Las palabras golpearon como una bofetada. Cerré los ojos por un momento, tratando de controlar mi respiración. Bajé la mano de su cuello lentamente, y di un paso atrás, dejando espacio entre nosotros.

Athos dejó de gruñir al instante, pero seguía alerta, sus ojos fijándose en mí con desconfianza.

—No, —murmuré, mi tono más bajo esta vez—. No es tu culpa.

Me giré, frotándome el rostro con frustración. El cansancio emocional me golpeó de lleno, y la culpa comenzó a instalarse en mi pecho.

—Lo siento, —dije al final, sin mirarla—. No debería haberme desquitado contigo.

Cuando finalmente me atreví a mirarla, ella ya había bajado el primer escalón. Sus ojos, aunque todavía duros, mostraban algo de comprensión. No me lo merecía, pero ahí estaba.

—A veces olvidas que no estás solo en esto, Dante. Yo también estoy aquí para ti, aunque no lo veas.

Athos se acercó a ella, su gran cabeza descansando en su mano como un gesto de consuelo. Ella lo acarició suavemente mientras mantenía su mirada fija en mí.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que las palabras no eran suficientes. Así que hice lo único que podía: me acerqué a ella, lento, dejando que ella decidiera si iba a permitírmelo. Cuando finalmente estuve frente a ella, apoyé mi frente en la suya, cerrando los ojos.

—Eres la única cosa en este mundo que me hace sentir humano, Alma. Lo siento.

Ella suspiró, y aunque no respondió, sus dedos rozaron mi brazo, un gesto pequeño, pero suficiente para hacerme saber que todavía había esperanza.

Susurros en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora