Capítulo 34: Fuego enjaulado

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En los oscuros pasillos de la Fortaleza Roja, Lucenya caminaba con la cabeza en alto, escoltada por guardias verdes. Su furia era tan evidente como su belleza: una mezcla de orgullo herido y desafío que resonaba en cada paso que daba. Aemond caminaba detrás de ella, manteniendo una distancia prudente pero con los ojos fijos en su espalda, como si cada movimiento de la princesa fuera un desafío silencioso hacia él.

Cuando llegaron al salón del trono, Aegon estaba esperándola. Sentado en el Trono de Hierro, el joven rey sonreía con una satisfacción evidente, aunque en su mirada había algo más: deseo, una necesidad casi desesperada de reivindicación. Alicent permanecía a su lado, rígida, observando cómo se desarrollaba la escena con atención calculadora.

Lucenya se detuvo al pie del trono, su mirada fría como el acero mientras enfrentaba a su tío.

-¿Y ahora qué? ¿Esperas que me incline ante ti y te llame rey? Si es así, estás más delirante de lo que imaginé.

Aegon soltó una carcajada breve, inclinándose hacia adelante.- No espero que te inclines, querida sobrina. Pero estoy seguro de que con el tiempo, entenderás que esto es lo mejor para todos. Aquí estarás a salvo, lejos de las garras de Rhaenyra y... de tu esposo.

-Mi esposo tiene más valor del que tú jamás tendrás, Aegon.- replicó Lucenya, sus palabras cargadas de veneno.- Él no necesita un trono para sentirse poderoso.

La sonrisa de Aegon vaciló, pero Alicent intervino antes de que pudiera responder.

-Lucenya, estás aquí porque tu lugar es con la familia. Esta guerra ha dividido a los Targaryen durante demasiado tiempo. Tu presencia puede ser el puente que necesitamos para restaurar el equilibrio.

-¿El equilibrio?- Lucenya dejó escapar una risa amarga.- ¿Así lo llaman ahora? ¿Secuestrar a una princesa y separarla de su familia? No necesito sus lecciones de moralidad, Alicent.

Aemond, que había permanecido en silencio, finalmente dio un paso adelante.

-Ya basta.- dijo, su voz cortante. -Lucenya está aquí porque Jacaerys la abandonó. Porque él no tuvo el coraje de luchar por ella. Lo que hacemos es protegerla.

Lucenya giró hacia él, sus ojos llameando de ira.- ¿Protegerme? No me hagas reír, Aemond. Tú no eres más que la espada de Aegon, y este juego de poder no es más que otra muestra de tu obsesión por ganar lo que no puedes tener.

Por un instante, algo parpadeó en el ojo de Aemond: una mezcla de dolor y furia. Pero se recuperó rápidamente, su expresión volviendo a ser la máscara fría que siempre llevaba.

Más tarde, Lucenya fue escoltada a una lujosa habitación en la Fortaleza Roja. Las puertas se cerraron tras ella, dejándola sola por primera vez desde que había sido capturada. Se acercó a la ventana, mirando hacia las lejanas luces de la ciudad y sintiendo una punzada de desesperación.

Pensó en Jacaerys, en cómo había dejado que se la llevaran sin pelear, una parte de ella lo entendía, no habia nada que hacer, pero otra parte hubiera deseado algo más. La herida de esa traición era más profunda que cualquier otra cosa que hubiera experimentado. Por mucho que lo amara, por mucho que quisiera entender sus razones, no podía evitar sentir que él la había dejado sola en el momento en que más lo necesitaba.

-¿Así es como termina todo?- murmuró para sí misma, sus dedos apretando el marco de la ventana.

Pero no estaba sola por mucho tiempo. La puerta se abrió sin previo aviso, y Aemond entró, su presencia llenando la habitación con una intensidad que era imposible de ignorar.

-Deberías descansar.- dijo, cerrando la puerta tras de sí.

Lucenya se giró hacia él, su furia renovada.- ¿Qué haces aquí? ¿No tienes suficientes dragones que montar o guerras que planear?

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