Capítulo 50

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Dorian.
El avión aterrizó en el aeródromo privado de París bajo un cielo cubierto de nubes grises. El aire frío de la mañana se filtró en la cabina mientras descendíamos por la escalerilla. Frente a nosotros, un convoy de vehículos esperaba, y al fondo, el horizonte de la ciudad se alzaba como un recordatorio de que estábamos en territorio extranjero, pero no menos nuestro.

—¿Estás seguro de esto, Dorian? —preguntó Antonio mientras se subía al auto junto a mí. Su voz no tenía duda, pero sí un matiz de preocupación.

—No hay vuelta atrás, Antonio. Heaven’s no merece existir. Athena merece su venganza.

El convoy se dirigió directo al club. No podía dejar de pensar en las palabras de Athena, en lo que me había confesado sobre su tiempo en ese lugar. Heaven's no era solo un club nocturno, no solo un lugar de negocios turbios. Era un símbolo de todo lo que estaba podrido en este mundo, y había sido parte de mi imperio.

Llegamos poco antes del amanecer. Desde fuera, el edificio parecía inofensivo, solo una fachada de lujo en un barrio discreto. Pero sabía lo que se escondía dentro, los secretos y los horrores que este lugar albergaba.

Antonio, Matías y Roderick bajaron tras de mí, y pronto se unieron los hombres que ya nos esperaban, preparados para ejecutar las órdenes.

—Quiero todo limpio. Todos los empleados serán transferidos, los inocentes protegidos. Pero este lugar... este lugar no debe quedar en pie.

Roderick asintió, su rostro endurecido por una mezcla de determinación y furia contenida.

—¿Y qué hacemos con los clientes y los dueños de franquicias? —preguntó Matías.

—Que se hundan con este barco si tienen el descaro de aparecer. Y si alguien se resiste... ya saben qué hacer.

Entramos al club. El lugar estaba vacío a esa hora, pero el eco de la música, de las risas falsas y los gritos ahogados todavía parecía resonar en las paredes. Caminé por los pasillos alfombrados, pasando por las habitaciones privadas. Todo estaba igual, como si el tiempo no hubiera pasado desde que Athena había sido una prisionera aquí.

Me detuve frente a una puerta específica. La reconocí por la descripción de Athena, el lugar donde había sido más lastimada, donde había perdido tanto.

—Aquí comenzó su dolor, —dije en voz baja, casi para mí mismo, mientras mi mano rozaba la madera de la puerta. Giré la perilla y entré.

Era una habitación común, con muebles comunes y cortinas gruesas. Pero sabía lo que representaba. Antonio entró detrás de mí, en silencio, y me entregó un encendedor.

—Te toca, jefe.

Saqué un cigarro de mi bolsillo, lo encendí, pero no lo fumé. En lugar de eso, arrojé el encendedor sobre la cama. Las llamas comenzaron a devorar el lugar, lenta y ferozmente.

Salimos al pasillo, donde ya otros equipos habían comenzado a instalar explosivos en las áreas principales.

—¿Y ahora qué? —preguntó Roderick, mientras observábamos las llamas extenderse.

—Ahora, me aseguraré de que Athena sepa que su sufrimiento no fue en vano.

Cuando el último de los hombres evacuó el edificio, detonamos los explosivos. Heaven’s desapareció en una columna de fuego y humo que iluminó el amanecer de París.

Miré las ruinas, el calor de las llamas reflejándose en mi rostro.

—Athena, ahora puedes descansar, —murmuré en voz baja. La vengué.

Antonio colocó una mano en mi hombro, su gesto firme pero respetuoso.

—Es un nuevo comienzo, Dorian. Para todos.

Me giré hacia el auto, el rugido de las llamas aún resonando en mis oídos. No podía marcharme de Francia sin hacer justicia. Había algo, mejor dicho, alguien, que aún respiraba y no merecía seguir haciéndolo. Sacha Castelo. Ese bastardo no solo dirigía Heaven’s, sino que había abusado de Athena, de su fragilidad, de su desesperación. Su existencia era una afrenta para mí, para ella, para cualquiera que hubiera sufrido bajo su sombra.

Antonio fue quien lo localizó. Sacha se escondía en una mansión en las afueras de París, rodeado de lujo que no merecía. Estaba seguro de que nadie se atrevería a ir tras él ahora que Heaven’s era solo cenizas. Qué iluso.

Cuando llegamos, la mansión estaba silenciosa, iluminada tenuemente por faroles exteriores. Roderick, Antonio y Matías se dispersaron con los equipos, asegurándose de que nadie escapara. Yo me dirigí al interior, sabiendo exactamente a quién buscaba.

Encontré a Sacha en su estudio, bebiendo un licor caro y revisando papeles con la tranquilidad de alguien que cree que está a salvo. El ruido de mis pasos sobre el piso de mármol lo alertó. Levantó la vista y su rostro palideció al verme.

—Kaiser, no esperaba verlo aquí.

Sonreí, pero no era una sonrisa amable. Cerré la puerta detrás de mí y avancé lentamente hacia él, mis pasos resonando en la habitación.

—Claro que no. Las ratas nunca esperan que llegue el exterminador.

Sacha se levantó rápidamente, intentando mantener la compostura.

—Podemos hablar de esto. Era solo un negocio, Kittel. Las chicas, el club, todo era parte del trato. Tú también te beneficiaste.

—¿Beneficiarme? —repetí con frialdad. Mis manos se cerraron en puños, pero mantuve mi control. —¿Crees que puedo justificar lo que hiciste, solo porque estuvo bajo mi vigilancia? Tú no eras un gerente, Castelo. Eras un carnicero. Y ahora, pagarás.

Intentó correr. Siempre corren. Pero no llegó lejos. De un disparo limpio a la pierna, lo derribé. Gritó de dolor mientras caía al suelo, sujetándose la pierna ensangrentada. Me acerqué despacio, disfrutando el miedo en sus ojos.

—Por favor, Dorian, podemos negociar. Tengo dinero, contactos. No tienes que hacer esto.

Me agaché junto a él, agarrándolo por el cuello de la camisa.

—Esto no es por dinero, ni por contactos. Esto es por Athena. Esto es por cada mujer que lastimaste, cada vida que destruiste.

Saqué mi cuchillo, el filo brillando bajo la luz tenue.

—Siempre dijiste que sabías cómo domar a tus chicas, ¿verdad? Déjame mostrarte lo que es estar bajo el control de alguien más.

Sacha lloriqueaba, suplicaba, pero sus palabras eran solo ruido. Lo arrastré hasta la ventana, donde podía ver las ruinas de Heaven’s a lo lejos.

—Mira bien, Castelo. Todo lo que construiste está acabado. Como tú.

Lo arrojé al suelo y, antes de que pudiera moverse, le disparé en la otra pierna. Esta vez, sus gritos fueron ensordecedores. Me tomé un momento para disfrutarlo.

Finalmente, con una frialdad que solo la rabia contenida podía proporcionar, apunté a su pecho.

—Adiós, Castelo. Como la rata que eres.

El disparo resonó, cortando el aire y poniendo fin a su patética existencia. Su cuerpo quedó inerte en el suelo, y con ello, un peso invisible se levantó de mis hombros.

Salí de la mansión mientras las llamas comenzaban a consumirla también. Antonio me esperaba afuera, con una sonrisa complacida.

—¿Todo listo, Kaiser?

—Todo listo, respondí. Una rata menos en este mundo.

Me subí al auto, dejando atrás las llamas y el pasado. Ahora podía regresar a Athena con una conciencia un poco más limpia y el corazón lleno de algo parecido a la paz.

El rubí del Emperador [+18] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora