VI: Intrigas

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Las pláticas fugaces, risas y tintineo de copas eran las protagonistas aquella tarde, los Belmares y los Fontana se habían reunido en casa de estos últimos. Todo quedaba en segundo plano para Israel y Pedro, pues ellos sólo estaban centrados en llamar la atención de Ángeles. La muchacha tenía gran simpatía por Israel, compartían intermitentes miradas casi de contrabando, Pedro lo notaba y se sentía celoso.

—Hoy está más hermosa que de costumbre, señorita Fontana —comentó Pedro.

Pedro esperaba haber halagado a Ángeles, pero sólo consiguió que ella lo mirara con desdén, hiriéndole el orgullo. Ella agradeció sólo por cortesía su cumplido, de forma sosa y casi indiferente; en cambio con Israel era total amabilidad y se sonrojaba ante sus galanterías y esa forma tan única de adularla sin llegar a ser cansón.

En contraste con las rencillas entre Pedro e Israel, estaban los dulces roces de Soledad y Abel, los enamorados de repente se volteaban a mirar, ya sin poder ocultar los sentimientos que profesaban el uno al otro; pero en una de esas furtivas miradas, doña Josefa los había pillado y tenía a Soledad muy bien vigilada, aumentando la adrenalina de sentir su amor como algo casi ilegal.

Doña Josefa estaba de más disgustada con lo que sucedía en la mesa aquella tarde, seguía empecinada en que el primero en casarse fuera Pedro, pero sus planes se frustraban al sentir a la hija de Félix Fontana más interesada en Israel que en Pedro. Y por si fuera poco, veía florecer algo muy fuerte entre Soledad y Abel, sintiéndose presionada para destruir esa relación a como diera lugar, antes de que llegasen al altar antes que Pedro.

La reunión de diversos matices, en que los Belmares y los Fontana compartían la merienda, se vio interrumpida cuando tres golpes insistentes llamaban a la puerta.

—Iré a ver quién es —anunció don Félix al levantarse de la mesa.

—¿Por qué no deja que el mayordomo vaya? —Preguntó Doña Josefa.

—En esta casa no hay sirvientes —afirmó el anciano.

—¿No los hay? —Preguntó asombrado don Rosendo.

—No —afirmó el viejo.

—Qué extraño que un rico no tenga sirvientes —comentó en voz baja don Rosendo a su esposa cuando el viejo se retiró.

—Ni buen gusto —agregó Doña Josefa de modo grosero refiriéndose a la mala pinta del lugar.—O es un viejo tacaño, o es mentira eso de que tiene dinero.

—Sea como sea, deja de ser grosera con el anfitrión —sugirió don Rosendo.

La conversación siguió entre los demás asistentes por un breve momento, hasta que don Félix volvió.

—¡Esos pinches agraristas! —Musitó don Félix en forma de queja. El viejo no tenía buen semblante y parecía incluso un poco molesto.

—¿Qué pasa, padre? —Preguntó Abel.

—Nada que pueda arruinar esta convivencia —se limitó a decir.

Don Félix tragó con dificultad sus más recientes palabras cuando notó la tensión que había en su mesa. Don Rosendo parecía estar regañando a Ana Sofía.

—Mira nomás, chiquilla grosera —amonestaba don Rosendo a Ana Sofía en voz baja, pretendiendo inútilmente que nadie más les escuchara. —¡Ni siquiera has probado la merienda ¿Qué crees que van a pensar los anfitriones?

Ana Sofía había estado tan pensativa y abrumada que apenas había picoteado la comida en el plato, esta conducta molestó mucho a su padre, siempre tan apegado a la etiqueta y buenos modales.

La maldición de El Infiernillo (2e)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora