Supongo que a cada quien le corresponde su milagro. Por ejemplo, probablemente nunca me caerá encima un rayo, ni ganaré un Premio Nobel, ni llegaré a ser el dictador de un pequeño país de las islas del Pacífico, ni contraeré cáncer terminal de oído, ni entraré en combustión espontánea. Pero considerando todas las improbabilidades juntas, seguramente a cada uno de nosotros le sucederá una de ellas. Yo podría haber visto llover ranas. Podría haber pisado Marte. Podría haberme devorado una ballena. Podría haberme casado con la reina de Inglaterra o haber sobrevivido durante meses en medio del mar. Pero mi milagro fue diferente. Mi milagro fue el siguiente: de entre todas las casas de todas las urbanizaciones de toda Florida, acabé viviendo en la puerta de al lado de
Margo Roth Spiegelman.
Cuando Margo y yo teníamos nueve años, nuestros padres eran amigos, así que de vez en cuando jugábamos juntos, tomábamos las bicis, dejábamos atrás las calles sin salida y nos íbamos al parque, en el centro de la urbanización. Me ponía nervioso cada vez que me decían que Margo iba a venir a mi casa, porque era la criatura más extraordinariamente hermosa que Dios había creado. La mañana en cuestión, se había puesto unos pantalones cortos blancos y una playera rosa con un dragón verde que lanzaba fuego de color naranja brillante. Me resulta difícil explicar lo genial que me pareció la playera en aquellos momentos. Margo, como siempre, pedaleaba de pie, con los brazos cruzados sobre el manubrio y con los tenis morados formando una mancha circular. Era un caluroso y húmedo día de marzo. El cielo estaba despejado, pero el aire tenía un sabor ácido, como si se avecinara una tormenta. Por aquella época me creía inventor, así que, después de haber atado las bicis, mientras recorríamos a pie el corto camino que nos llevaría al parque infantil, le conté a Margo que se me había ocurrido un invento llamado Ringolator. El Ringolator sería un cañón gigante que dispararía enormes rocas de colores a una órbita muy baja, lo que proporcionaría a la Tierra anillos muy parecidos a los de Saturno. (Sigo pensando que sería una buena idea, pero resulta que construir un cañón que dispare rocas a una órbita baja es bastante complicado.) Había estado en aquel parque tantas veces que lo conocía en su totalidad, así que apenas habíamos entrado cuando empecé a sentir que algo fallaba, aunque en un primer momento no vi qué había cambiado. -Alonso-me dijo Margo en voz baja y tranquila. Estaba señalando. Y entonces me di cuenta de lo que había cambiado. A unos pasos de nosotros había un roble. Grueso, retorcido y con aspecto de tener muchos años. No era nuevo. El parque infantil a nuestra derecha. Tampoco era nuevo. Pero de repente vi a un tipo con un traje gris desplomado sobre el tronco de roble. No se movía. Eso sí era nuevo. Estaba rodeado de sangre. De la boca le salía un hilo medio seco. Tenía la boca abierta en un gesto que parecía imposible. Las moscas se posaban en su pálida frente. -Está muerto -dijo Margo, como si no me hubiera dado cuenta.
Retrocedí dos pequeños pasos. Recuerdo que pensé que si hacía un movimiento brusco, se levantaría y me atacaría. Quizás era un zombi. Sabía que los zombis no existen, pero sin duda parecía un zombi en potencia. Mientras retrocedí aquellos dos pasos, Margo dio otros dos, también pequeños y silenciosos, hacia delante. -Tiene los ojos abiertos -me dijo. -Vámonos a casa -contesté yo. -Pensaba que cuando te mueres, cierras los ojos -dijo. -Margo,vámonos a casa a avisar. Dio otro paso. Ahora estaba lo bastante cerca como para estirar el brazo y tocarle el pie. -¿Qué crees que le ha pasado?
-me preguntó-. Quizá se deba a un asunto de drogas o algo así. No quería dejar a Margo sola con el muerto, que quizá se había convertido en un zombi agresivo, pero tampoco me atrevía a quedarme allí comentando las circunstancias de su muerte. Hice acopio de todo mi valor, di un paso adelante y la tomé de la mano. -¡Margo,vámonos ahora mismo! -Está bien, sí -me contestó. Corrimos hacia las bicis. El estómago me daba vueltas por algo que se parecía mucho a la emoción, pero que no lo era. Nos subimos a las bicis y la dejé ir adelante, porque yo estaba llorando y no quería que me viera. Veía sangre en las suelas de sus tenis morados. La sangre de él. La sangre del tipo muerto. Llegamos cada uno a nuestras respectivas casas. Mis padres llamaron a urgencias, oí las sirenas en la distancia y pedí permiso para salir a ver los camiones de bomberos, pero, como mi madre me dijo que no, me fui a echar la siesta. Tanto mi padre como mi madre son psicólogos, lo que quiere decir que soy fastidiosamente equilibrado. Cuando me desperté, mantuve una larga conversación con mi madre sobre el ciclo de la vida, sobre que la muerte es parte de la vida, pero una parte de la que no tenía que preocuparme demasiado a los nueve años, y me sentí mejor. La verdad es que nunca me preocupó demasiado, lo cual es mucho decir, porque suelo preocuparme por cualquier cosa. La cuestión es la siguiente: me encontré a un tipo muerto. El pequeño y adorable niño de nueve años y su todavía más pequeña y adorable compañera de juegos encontraron a un tipo al que le salía sangre por la boca, y aquella sangre estaba en sus pequeños y adorables tenis mientras volvíamos a casa en bici. Es muy dramático y todo eso, pero ¿y qué? No conocía al tipo. Cada puto día se muere gente a la que no conozco. Si tuviera que darme un ataque de nervios cada vez que pasa algo espantoso en el mundo, acabaría más loco que una cabra.
Aquella noche entré en mi habitación a las nueve en punto para meterme en la cama, porque las nueve era la hora a la que tenía que irme a dormir. Mi madre me tapó y me dijo que me quería. Yo le dije: «Hasta mañana», y ella me contestó: «Hasta mañana», y luego apagó la luz y cerró la puerta casi hasta el fondo. Estaba colocándome de lado cuando vi a Margo Roth Spiegelman al otro lado de mi ventana, con la cara casi pegada al mosquitero. Me levanté y abrí la ventana, pero el mosquitero que nos separaba seguía pixeleándola. -He investigado -me dijo muy seria. Aunque el mosquitero dividía su cara incluso de cerca, vi que llevaba en las manos una libretita y un lápiz con marcas de dientes alrededor de la goma. Echó un vistazo a sus notas. -La señora Feldman, de Jefferson Court, me dijo que se llamaba Robert Joyner. Me contó que vivía en Jefferson Road, en uno de los departamentos arriba del supermercado; así que fui hasta allí y había un montón de policías. Uno me preguntó si trabajaba en el periódico del colegio, y le contesté que nuestro colegio no tenía periódico, así que me dijo que, como no era periodista, contestaría a mis preguntas. Me contó que Robert Joyner tenía treinta y seis años. Era abogado. No me dejaban entrar en su casa, pero una mujer llamada Juanita Álvarez vive en la puerta de al lado, de modo que entré en su casa preguntándole si me podría prestar una taza de azúcar. Me dijo que Robert Joyner se había suicidado con una pistola. Entonces le pregunté por qué, y me contestó que estaba triste porque estaba divorciándose. Se calló y me limité a mirarla, a observar su cara gris a la luz de la luna, que el mosquitero dividía en mil cuadritos. Sus ojos, muy abiertos, pasaban una y otra vez de su libreta a mí. -Mucha gente se divorcia y no se suicida -le dije. -Ya lo sé -me contestó nerviosa-. Es lo que le dije a Juanita Álvarez. Y entonces me dijo... -Margo pasó la página de la libreta-. Me dijo que el señor Joyner tenía problemas. Y entonces le pregunté a qué se refería, y me contestó que lo único que podíamos hacer por él era rezar y que tenía que llevarle el azúcar a mi madre. Le dije que olvidara el azúcar y me marché. De nuevo no dije nada. Sólo quería que Margo siguiera hablando con esa vocecita, nerviosa por casi saber algo, que me hacía sentir como si estuviera sucediéndome algo importante. -Creo que quizá sé por qué -dijo por fin. -¿Por qué? -Quizá se le rompieron los hilos por dentro -me contestó. Mientras intentaba pensar en algo que contestarle, me incliné hacia delante, presioné el cierre del
mosquitero y lo retiré de la ventana. Lo dejé en el suelo, pero Margo no me dio la oportunidad de hablar. Antes de que hubiera vuelto a sentarme, levantó la cara hacia mí y me susurró: -Cierra la ventana. Así que la cerré. Pensé que se marcharía, pero se quedó allí mirándome. Le dije adiós con la mano y le sonreí, pero sus ojos parecían mirar fijamente algo detrás de mí, algo monstruoso que le había hecho quedarse muy pálida, y tuve demasiado miedo para girarme a ver qué era. Pero detrás de mí no había nada, por supuesto... salvo quizás el tipo muerto. Dejé la mano quieta. Nos miramos fijamente, cada uno desde su lado del cristal. Nuestras cabezas estaban a la misma altura. No recuerdo cómo acabó la historia, si me fui a la cama o se fue ella. En mi memoria no acaba. Seguimos todavía allí, mirándonos, para siempre. A Margo siempre le gustaron los misterios. Y teniendo en cuenta todo lo que sucedió después, nunca dejaré de pensar que quizá le gustaban tanto los misterios que se convirtió en uno.
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"Misterio de amor" (con Alonso Villalpando)
Romanceuna novela inspirada en el libro de Jonh Green "Ciudades de papel" , una historia con Alonso Villalpando, que te robara el corazón.