Capítulo 39.

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DAMIAN.

Acaricio un mechón de pelo de Alana. Siempre me encantó su color: un brillante cobre que se volvía de fuego bajo el sol del amanecer. Dudaba que poca gente lo supiera: yo era el único que había tenido el privilegio de despertar junto a ella.

La estreché en mis brazos cuando la levanté del rincón donde le había hecho desplomarse. Escondí la nariz en el hueco entre su hombro y el cuello, el lugar donde encajaba como si fuera parte de ella. Su piel olía a la sal de las lágrimas y aún estaba húmeda y caliente. Mi garganta ardió por las ansias de un grito que me negué a soltar. Jamás me había sentido tan impotente, avergonzado, temeroso y a la vez airado. Yo, Uriel, el único Arcángel que había sido Desterrado y aún así había construido un imperio en la tierra. Quien despertaba las peores pesadillas con un movimiento de mano; quien había creado el sol del que ahora dependían todos los humanos.

Y es que jamás había dependido de nadie. Y es que en el momento en el que conocí a Alana, no sabía lo peligroso que podía llegar a ser depender de alguien.

Solo me consideraban invencible porque todas mis debilidades estaban en ella.

No había podido protegerla. En cierto modo, había sido como meter el dedo en mi propia llaga. Autolesionarme. Porque todo el dolor que le infligía a ella, era un dolor que explotaba en mi pecho.

Pasé la mano por su frente, para asegurarme un sueño tranquilo. Ralenticé su pulso hasta uno tan débil y pausado que pareció inexistente. Esperé en mi habitación hasta que su piel palideció y se volvió fría.

La observé en mis brazos: parecía muerta. La llevé en volandas hasta la puerta, donde me detuve un segundo. Le besé la piel, clara y tersa. Esperaba que por muy profundo que fuera el sueño donde la hubiera sumergido, jamás olvidara que la quería.

A pesar de lo que acababa de hacer.

Abrí la puerta de una patada y transformé mi cara en una mueca de furia que no sentía. Extendí mis alas y alcé la cabeza, observando desde lo alto a todos los Desterrados que se cruzaban conmigo, agachando la cabeza.

Era el líder que había acabado con su esposa por las propias leyes que había impuesto él.

Varios ángeles se postraron ante mí, posando la rodilla en el suelo. Pero, ¿ante quién se arrodillaban? ¿Ante mí, el Arcángel que proclamaba justicia, o a su reina muerta por su inocencia?

Pero es que Alana no era inocente, ni mucho menos. Era más inteligente que todos nosotros; la única que veía la luz en el túnel oscuro. No se daba cuenta de que para muchos, ella era la luz.

¿Había sido la suya la decisión correcta? Demonios, lo era. Había sido capaz de ver los beneficios que sus actos conllevarían, más allá de sus consecuencias. Yo en cambio, me mantenía estancado en los problemas del presente.

Ignoré a los guardias arrodillados que custodiaban la salida, que daba a la trampilla de un párking subterráneo. Subí las escaleras hasta llegar al exterior, donde aspiré el aire fresco de la noche. Me apresuré a devolver el pulso normal a Alana, y no eché a volar hasta comprobar que el familiar rubor teñía de nuevo sus mejillas. La agarré bien fuerte cuando me impulsé hacia arriba acompañado con un rápido movimiento de alas. Ascendí en vertical hasta superar la altura de los edificios. Después, planeando, me dediqué a intentar percibir dónde se encontraban Cain y Kayla. Los Arcángeles, a diferencia de los ángeles, teníamos la capacidad de percibir el éter de los demás. Al fin y al cabo, todos ellos habían sido creados a partir de nosotros.

Los localicé en un callejón cerrado, descansando en un sueño ligero apretados contra la pared. Me aseguré de profundizar sus sueños para que no se despertaran cuando aterricé en el suelo silenciosamente. Dejé a Alana junto a ellos, colocándola con cuidado para que se despertara cómoda a la mañana siguiente.

La observé unos instantes en silencio, con un cariño que me hizo sentir una punzada en el pecho cuando despegué de nuevo en la noche cerrada.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora