CAPITULO 27.1

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Hoseok.

El tiempo se había convertido en algo borroso, una sucesión interminable de horas pesadas y asfixiantes que me mantenían atrapado en la misma pesadilla. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra el frío respaldo de madera, mis brazos rodeando mis rodillas y mi rostro enterrado ahí, como si esa postura pudiera brindarme algún tipo de consuelo. Pero no lo hacía. Nada podía hacerlo. Estaba temblando, mi cuerpo sacudido por escalofríos que no tenían nada que ver con la temperatura de la habitación y todo que ver con el miedo y la impotencia que me carcomían por dentro. Ya no soportaba más esta situación.

Ni siquiera sabía con exactitud cuántos días habían pasado desde que Jackson me había traído aquí. Tal vez dos, tal vez tres. Podrían ser más. O menos. No lo sabía. El tiempo se desdibujaba cuando todo lo que tenía eran las paredes de esta maldita habitación y mis pensamientos desbocados. Lo único que sabía con certeza era que Jackson me había mantenido encerrado desde el momento en que me arrojó dentro, sin aparecer ni una sola vez, ni siquiera para burlarse de mí como solía hacerlo. Solo me había dejado aquí. Como si fuera una simple posesión que podía abandonar hasta que decidiera que le servía de nuevo.

Pero lo peor, lo que me estaba destrozando de verdad, era no poder ver a mis niños. No poder abrazarlos, no poder decirles que todo iba a estar bien, aunque yo mismo no estuviera seguro de ello. Cada vez que pensaba en Taeseok y Haneul, en sus pequeñas caritas llenas de miedo, en cómo debían estar esperando por mí, sintiéndose abandonados, sintiendo que los había dejado solos, mi estómago se revolvía con tal fuerza que me daban ganas de vomitar.

Por lo menos sabía que estaban bien. Asustados, sí. Pero bien. Me aferraba a eso como si fuera mi única tabla de salvación en medio del océano. Lo sabía porque la mujer que se encargaba de cuidarlos era la misma que había estado trayéndome comida. Una mujer mayor, con un rostro surcado por arrugas y ojos que reflejaban una lástima que no pedí. En más de una ocasión había intentado suplicarle que me ayudara, que hiciera algo, que al menos me dejara ver a mis hijos, aunque fuera solo un momento. Pero ella siempre me miraba con esa compasión silenciosa y me decía con voz apagada que no había nada que pudiera hacer.

Supe que era cierto. No tenía poder aquí. Nadie lo tenía. Excepto él.

Volteé la cabeza lentamente y mi mirada se posó sobre la mesita de noche, donde aún estaba intacta la bandeja de comida de la noche anterior. Ni siquiera había tenido ganas de probarla. El hambre había dejado de ser una prioridad cuando el miedo había tomado su lugar y se había instalado en mi pecho como una maldita carga insoportable.

Y hoy... hoy nadie había venido aún.

Mi respiración se volvió más rápida. No podía soportarlo más. No podía seguir aquí, atrapado en este espacio que se sentía cada vez más pequeño, más asfixiante, como si las paredes se cerraran lentamente a mi alrededor, robándome el aire y cualquier rastro de esperanza.

Un grito de frustración salió de mi garganta antes de que pudiera detenerlo. Me puse de pie de golpe y corrí hacia la puerta. No me importaba si Jackson no estaba. No me importaba si nadie iba a escucharme. Golpeé la madera con todas mis fuerzas, mis puños chocando contra ella en un desesperado intento de que alguien, quien fuera, me abriera.

— ¡Jackson! —grité, con la voz quebrada por la desesperación—¡Jackson, maldita sea, déjame salir de aquí!

Golpeé la puerta de nuevo, una, dos, tres veces. Mi piel ardía, mis nudillos empezaban a doler, pero no me detuve.

— ¡Déjame salir! —seguí gritando, mi voz retumbando en la habitación vacía— ¡No puedes tenerme aquí para siempre!

Mi respiración era agitada, mis ojos ardían con lágrimas contenidas y mi cuerpo entero temblaba con una rabia que apenas podía contener. Me aferré a la perilla y la giré con desesperación, aunque sabía que estaba cerrada con llave, aunque sabía que no serviría de nada. Pero no podía detenerme. No podía simplemente quedarme quieto y aceptar esto.

EL DONCEL Y LA BESTIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora