XVI: La verdad os hará libres

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21 de mayo del año 2042.


Un pasito más era lo que quedaba para llegar al punto y final de esta misión. Un ingrediente y solo tendríamos que volver a donde Elena residía para entregarle por fin el fruto de nuestras búsquedas y experimentar con ellos a fin de conseguir algo que pueda mitigar, atacar o neutralizar al virus.

 En los días siguientes a la visita al supermercado se sucedieron varias pesadillas con mismos protagonistas, mensajes ambiguos y miedos que eran imposibles de desterrar. Y aquella figura tétrica de Carlos emergió otra vez para atormentarme, para que descendiera más aún en la vida, en la racionalidad; quería desquiciarme, volverme loco, perturbarme y confundir mis sentidos. 

Por fortuna Friedrich siempre estaba a mi lado para calmarme en aquellas noches oscuras de gritos, de pensamientos malos y tribulaciones. El duro calor por el día y el abrasador frío por la noche eran lo que acariciaban nuestros cabellos, nuestra piel, nuestros cuerpos taciturnos y castigados; cada día era una losa, una prueba y una carga psicológica más que se añadía. Por momentos quería renunciar y por otros deseaba acabar por fin, esto era desesperante ya. 

Mi apatía crecía a cada momento tanto o más que mi dejadez. Había días que tenía miedo hasta de comer por si en la comida o en el agua, en su reflejo, aparecía otra vez esa figuraba. Me estaba destruyendo a mí mismo y carcomiendo poco a poco pero... solo mi apatía, mi fragmentada ataraxia, conseguían mitigar las cosas y permitirme un bastón sobre el que apoyarme y dar un paso más. Si me ponía a pensar en todo lo que había hecho hasta ahora o en cómo era mi vida como médico o cómo era ahora, me daban ganas de morirme; un pathos destructivo que asolaba todas las regiones de mi alma temblorosa, frágil y asustada como un pobre niño. 

Eso era lo que me atravesaba cada vez con más frecuencia, un pathos capaz de sobrepasarlo todo e infundirme de los mayores miedos. Y a esto sobrevino no sentirse seguro en el momento de dormir; este momento del día tampoco me tranquilizaba, no me aportaba nada. Prefería aguardar el amanecer para entonces, con sus rayos nuevos, cálidos como un amor familiar, y tan potentes que invadían todos los resquicios de este mundo y desterraban al ostracismo a las tinieblas y sus viles secuaces. Pero era momento de partir, ¿cómo voy a dormir en el momento en que debo partir para recorrer más y más calles en busca de otro ingrediente más, que es el último y el que pondrá fin a toda esta destructiva y cruel búsqueda? Mi salud empieza a deteriorarse a pasos que, en mi opinión, son agigantados. Vivo en un constante estado de guardia, de extremo peligro, como si hubiera algo inminente que viniera a asaltarme desde lo más profundo en cualquier momento con la única intención de matarme... Friedrich lo nota, nota cómo estoy dejando de ser físicamente el que era. 

Las ojeras se empiezan a formar debajo de mis ojos, mi mirada se pierde y se vuelve insípida, mis manos presentan un ligero e intranquilo temblor; a veces me asaltan ideas de acabar con este sufrimiento como ya intentara otrora. Friedrich me dice que dé un último empujoncito y que nunca claudique de la vida ni mediante la apatía y la pérdida de las ganas de vivir ni mediante el suicidio, palabra tabú entre personas. Continúo por su inercia, solo por seguirle a él, que es otro bastón que me permite dar un paso más. No puedo abrir la caja de mi alma, pues solo saldrían sensaciones, gritos y pathos desgarradores y lúgubres. Hasta acabó dándome igual vestir con ropa pestilente manchada en las cloacas hacía días, o... semanas; ya no contabilizo el tiempo apenas, solo me parecen números y más números, de un año que avanza a mi costa y a la de todos. No obstante, Friedrich se hizo más fuerte en la convicción de su familia y no volvió a llorar ni a derrumbarse, me consiguió una ropa vieja pero mínimamente limpia que al menos no despedía un hedor insoportable, pero era fea aquella ropa; me producía más infelicidad y más apatía. Esa chaqueta blanca con esa capucha resplandeciente que hería a mis ojos y los quemaba con su fulgor de estrella; esos pantalones y esa camiseta que eran también blancos... y el fusil, no volvió a disparar una sola bala más, lo único que disparaba era agua enlodada; en su cañón rebosaba todavía esa agua que a cualquiera que la observara o que simplemente se dignara a olerla le entrarían tales arcadas que nunca más se acercaría a semejante cañón. Mas no me deshice de él; lo guardé como una reliquia, como lo único que tenía, superior a mi hacha. Llegué a pensar que esta ciudad me odiaba, que solo quería mi destrucción. Pues bien, si me odia, ¡que me odie! Me da igual ella y todos los que habitan en ella. Mi corazón se cierra y ennegrece, se marchita como una rosa pútrida. Me carcome una agonía inconmensurable, un dolor, unas ganas de llorar que no son normales... es un dolor abrasador que hace gritar de intensísima agonía a todo lo que soy. 

El camino de IvánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora