SEPTIEMBRE. Definitivamente, esta sí es una pésima forma de empezar. ¿Septiembre ya? ¿Por qué? Parece mentira lo lento que pasa el curso escolar en general y lo que nos cuesta ver siquiera el verano pasar. Y más significando el verano lo que significa para mí.
Verano... es... ¿cómo decirlo? El verano es el verano y punto. Es como toda una vida. La llegada del verano supone la satisfacción que una siente al saber que, tras todo un año soportando el colegio, todo esfuerzo acaba viéndose recompensado.
Y digo yo ¿por qué solo tres meses? ¿Y si el verano durase nueve meses y el curso escolar solo tres? Entonces la vida cobraría todo el sentido que le falta.
De hecho, prefiero no reparar en hipótesis. Es decir, vale, sería genial, pero si podemos estar seguros de algo es de que el verano es corto y genial y el resto del año es larguísimo, y, siendo totalmente sinceros, una mierda.
O quizás sea simplemente ese el ánimo con el que me levanto yo día tras día cuando tengo colegio. E imagínate si se trata del primer día de colegio del curso.
Bien, así que a aquí me remonto. Estamos a un melancólico 16 de septiembre en el que todo lo que he estado tratando de evitar va a darse de bruces contra mí en menos de una hora. Y ójala fuera en más tiempo, pero mi incesante lucha contra el ejército de un extraño país imaginario se ve interrumpida por un susurro de mi madre.
Seguramente haya sido lo mejor. Tengo la extraña costumbre de tener sueños muy violentos en los que descargo toda la energía que me guardo a plena luz del día, lo que suele tener consecuencias terribles en estos, que acaban de manera estrepitosamente trágica. Al fin y al cabo, creo que necesitaba parar de batallar contra ese francotirador tan larguirucho, ya que las apuestas no estaban muy a mi favor. Aun así, habría deseado que la guerra se hubiera visto interrumpida por otro motivo, ya que, obviamente, mi madre no me despierta para decirme que hemos ganado la lotería y podemos comprar compulsivamente en Louis Vuitton hasta quemar la tarjeta. No, definitivamente ese no debe ser el motivo de que mi madre decida interrumpir así, ya que por su cara denoto que tampoco le ha hecho mucha ilusión madrugar.
-Martina, al colegio-me dice simplemente, para a continuación darme un débil codazo que seguro pretendía ser un zarandeo, y poco después desalojar de mala gana mi habitación. Joder, sí que se lo ha trabajado. Si me despierta así el primer día, ¿qué hará el resto del año? ¿Arrearme una patada y volverse a su habitación?
Seguramente te preguntes por qué, si le supone tanto esfuerzo, es ella quien me despierta. ¿Crees que no he pensado en ponerme un despertador? El problema es que mi madre, conociéndome como me conoce, sabe que aunque este sonara y sonara, yo lo apagaría y me volvería a abrazar a mi esponjosa almohada.
Mi madre, de hecho, es un despertador a prueba de despistes. Para empezar, después de despertarse e irse, te deja la puerta abierta. No es que a las siete de la mañana entre mucha luz por ahí. Lo que sí entran son los ruidos que hace el pesado de mi padre. ¿Es necesario armar escándalo para prepararte un café? La respuesta solo la tiene él, y creo que la conozco.
No es solo que deje la puerta abierta. Es que si tras cinco minutos no me he levantado, ella se planta en mi puerta y no descansa hasta que yo haya sacado unas fuerzas paranormales para levantarme y entrar en el baño. Sus métodos son efectivos. Escuchar repetidamente tu nombre a gritos y alguna que otra seca amenaza no es algo que ayude mucho a conciliar el sueño.
Después de convencer a mis pies para que cooperen y se dirijan hacia la puerta del baño, entro dentro de este y me tiro al suelo. ¿Se puede saber qué hago con mi vida? Tengo tres meses regalados para dormir y no pego ojo un solo día. ¿Qué puedo decir? Bravo Martina, bravo.
Curiosamente he conseguido cambiarme de una manera dentro de lo que cabe decente. Ya no me queda mucho tiempo hasta que el autobús de mi colegio pase por la parada que hay enfrente de mi casa. Así que me meto una rebanada de pan bimbo en la boca y me dirijo hacia el baño para lavarme los dientes, peinarme y pintarme un poco. En realidad no suelo hacerlo (lo de pintarme, gracias a Dios conservo la dignidad suficiente como para ir peinada al colegio), pero aunque me parezca una estupidez ir siempre maquillada al colegio, el primer día es el primer día. Me paso la raya negra por el contorno de los ojos y sencillamente parezco otra. Creo que también voy a necesitar algún que otro litro de antiojeras, pero puedo posponerlo para otro día.
Cojo el almuerzo que me ha preparado mi madre, arranco mi mochila de la silla y corro torpemente hasta la puerta de mi casa para decir adiós a la buena vida y un amargo hola a la rutina.
Tengo suerte de tener la parada justo enfrente de mi casa. Tras cruzar por enmedio de la carretera, me arrojo junto con mi mochila al suelo del portal en el que suelo sentarme a esperar. Me miro las piernas y doy gracias de que, tras mis calcetines de uniforme, aún quede una parte del espectacular moreno que he adquirido este verano.
Entonces veo llegar a Pati.
Patricia Ferrero es una de mis mejores amigas en el colegio y fuera de él. Se acerca lentamente hacia mí con sus finísimas piernecitas y arroja su mochila junto a la mía. No se la ve tan cansada, pero tampoco parece estar de muy buen humor.
Emite un gruñido a modo de saludo. Yo le respondo con una leve carcajada que parece que no sabe interpretar.
-Pues aquí estamos-le digo yo-, otro año más pringando.
-No es justo... El verano se ha hecho tan corto-me replica ella-. Y míranos, damos pena. Parecemos mendigas.
-Normalmente diría que me alegra volver por ver a todos de nuevo, pero ni siquiera eso me consuela.
-Como si no los volvemos a ver. Con las pintas que llevo, tampoco estoy en condiciones de ver a nadie.
Entonces la miro de arriba a abajo. Pati es muy mona, pero, por primera vez, al fijarme, me doy cuenta de que no ha crecido prácticamente nada en todo el verano. Y, afortunadamente para mí, he conseguido, una vez más, broncearme más que ella. Sin embargo, por lo demás, yo la veo bastante bien.
-Está claro que tenemos cara de colegio, pero no estás tan mal. Mírame a mí-le digo yo, sabiendo, aunque suene egocéntrico, que estoy bastante guapa.
Pati y yo siempre nos referimos con el término "Cara de colegio" a las pintas que llevamos todos cuando nos espera un horrible día de colegio o acabamos de salir de este. Salvo cando te has dado unos pocos retoques, como en mi caso -y, aunque crea que no lo noto, en el suyo-, no sueles estar muy favorecido cuando tienes "Cara de colegio".
-Es que-se queja ella-, ¡he visto durante las vacaciones a todas las personas a las que tenía que ver! ¿De verdad es necesario volver al colegio?-hace un puchero.
-Nada, nada, ya sabes. Si en cinco minutos no ha llegado el autobús nos vamos al cine.
Ese es nuestro sueño desde antes de que podamos recordarlo. Bueno, en realidad yo sí que puedo: surgió un día en el que llevábamos casi media hora en la parada y el autobús sún no había llegado. Podíamos haber sugerido coger el metro, pero en lugar de eso acordamos que si no llegaba en cinco minutos, nos iríamos al cine y pasaríamos del colegio.
Desde entonces, lo decimos aunque llevemos solo un minuto esperando. Como siempre, nuestras palabras gafan la situación y vemos al autobús frenar bruscamente casi subiéndose a la acera donde estamos.
-Genial-le digo a Pati-, este tampoco sabe conducir.
-Qué sorpresa-coincide ella.
Subimos por las escasas escaleras del vehículo con el ánimo bajo tierra, y le dedicamos a la profesora que cuida de los críos en nuestro autobús un vago saludo. Se llama Ramira y no es, que digamos, un amor de persona. Su "buenos días" consigue amargarme un poco la mañana.
Por último, nos dirijimos hasta el final del autobús y nos dejamos caer en la última fila. Delante de nosotras, Salva y Roberto están hablando, pero tampoco ellos parecen estar muy contentos de volver al colegio.
-Hola, eh-nos dice Roberto-.
-No es que estemos muy de buen humor ahora mismo-escupo yo.
-¿Deduzco, entonces, que el verano no ha ido mal?-Sugiere salva.
-¿Mal?-tras una breve pausa, logro encontrar las palabras idóneas para expresarme-. Ha sido, simplemente, una maravilla.
YOU ARE READING
El cielo puede esperar
Novela JuvenilMartina tiene 15 años y mucha prisa por alcanzar la mayoría de edad. Lleva una vida marcada por la velocidad de los acontecimientos de la que disfruta con despreocupación, y con la que cree que es feliz. Lo que ella no se espera es que va a llegar...