De amor y máquinas

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¡Hola de nuevo! Bueno, como ya es costumbre, esta historia surgió en una conversación con ese amigo mío durante clase de historia. Inicialmente se trataba de dos historias distintas, pero finalmente me di cuenta de que podía ligarlas y formar una sola, así que aquí está.

Es la última de la trilogía con Hefesto y Afrodita (¿qué estoy diciendo?). No, ya, en serio. Sí va a ser la última vez que trabaje con estos dos, al menos por un tiempo y hasta nuevo aviso.

Como sea, los dejo para que lean. ¡Espero que la disfruten!

De amor y máquinas

Había muchas cosas que podían decirse de un dios como Hefesto, y sin embargo, una de ellas no era que destacara en las conversaciones, como atestiguaba, pues... cualquiera que hubiera intentado hablar con él alguna vez.

El pequeño asunto de las conversaciones monosilábicas de Hefesto realmente había constituido un problema para Afrodita durante los primeros años de su matrimonio, ya que la diosa del amor tenía la costumbre de hablar hasta por los codos, pero con el paso de los siglos, Afrodita había aprendido a convivir con el silencio, y lidiaba con él bastante bien, aunque eso no quería decir que fuera a estarse callada si alguien se mostraba dispuesto a escucharla.

En ese momento ambos dioses se encontraban sentados en la sala que compartían, el sillón de cada uno tan distinto como distintas eran sus personalidades, el de Afrodita una silla alta, con un respaldo ancho, con toques en dorado, lo mismo que los descansabrazos a sus lados, con el cojín del mueble de un rosa palo; el de Hefesto, por el contrario era más bien una silla tosca sin nada que la hiciera particularmente distinta a un simple pedazo de hierro, pues era difícil encontrarle forma, más aún la de una silla.

Ambos sillones se encontraban separados únicamente por una pequeña mesa circular, en un tono oscuro. Lo mismo que los dioses, juntos en cuanto a relación física, pero irremediablemente separados en pensamiento.

Afrodita, en instancia, se encontraba enfrascada en la lectura de La dama de las camelias, tratando de concentrarse en su libro a pesar de los martillazos que Hefesto le daba a una pieza de latón a un escaso medio metro de ella.

Sin embargo, por alguna razón que Afrodita no conseguía explicarse, esos martillazos eran de lo más esporádicos, y con más frecuencia de la escuchaba el crujir metálico del latón se hallaba sintiendo los ojos de Hefesto sobre ella, lo cual realmente comenzaba a enervarla.

Con un suspiro ahogado cerró el libro súbitamente sobre su regazo.

–¿Sí? –preguntó, encarando a Hefesto con el ceño fruncido.

El dios del fuego apenas arqueó una ceja, martillo en mano.

–¿De qué hablas? –masculló duramente.

–¿Qué quieres? –preguntó Afrodita, directamente, como era su costumbre.

En respuesta, Hefesto simplemente se encogió de hombros y le dedicó un gruñido gutural antes de volver la vista a lo que fuera que estaba construyendo, aunque durante un momento Afrodita habría jurado distinguir un destello de nerviosismo en sus ojos.

Picada por la curiosidad, que era algo tan característico de ella como su incesante plática, Afrodita dejó el libro cerrado sobre su regazo y se inclinó sobre su lado derecho, mirando a Hefesto con toda su atención.

–¿Qué te pasa? –murmuró, más suavemente que la vez anterior, casi en un ronroneo, parpadeando coquetamente a pesar de que Hefesto no podía verla.

Hefesto gruñó nuevamente y masculló algo ininteligible entre dientes, pero a Afrodita sus maneras, hostiles a primera vista, no le resultaban extrañas, y en lugar de presionarlo volviendo a preguntar en voz alta qué era lo que lo molestaba, ella se limitó a mantener la mirada fija en su esposo, sabiendo que llegaría el momento en el que Hefesto estaría demasiado incómodo debido a su escrutinio y tendría que decirle lo que estaba ocurriendo.

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