Fernando Vallejo
La puta de
Babilonia
LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simo-níaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Cons-tantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albi-genses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de heren-cias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el ra-bioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calum-niadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contu-maz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antise-mita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traido-ra, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la in-consecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la ro-mana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussoli-ni y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretri-ces, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pen-dientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.
A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Amoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albi-genses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un monje cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballe-ros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuado-res de Cristo, o mejor dicho, de lo que los ingenuos creen que fue
Cristo: el hombre más noble y justo que haya producido la humani-dad, nuestra última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los ciudadanos de Beziers deci-dieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero por una impru-dencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio. ¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico fue: "Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos". Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas puertas los invaso-res fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Ve-ni Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola iglesia de San-ta María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, ni-ños ni viejos. "Hoy, Su Santidad -le escribía esa noche Amalrico a Inocencia III-, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad". Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que llevaba el nombre burlón de Inocencia lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los emperado-res romanos cuando la llamada "era de los mártires" a lo largo y an-cho del Imperio. ¡Los hubieran matado a todos y no habríamos tenido Amalricos, ni Inocencias, ni Edad Media! ¡Qué feliz sería hoy el mun-do sin la sombra ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que caga lenguas de fuego, había dispuesto otra cosa.