Crónica de la Ciudad de Piedra
Ismail Kadaré
Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida.
El viajero que la veía por primera vez sentía el impulso de establecer una comparación, pero pronto comprendía que era una trampa, pues la ciudad las rechazaba todas; no se parecía a nada. Soportaba tan mal las comparaciones como las lluvias, como el granizo, como el arco iris o las multicolores banderas extranjeras que desaparecían de sus tejados del mismo modo que llegaban, tan efímeras e irreales como perdurable y concreta era ella.
Era una ciudad empinada, quizá la más empinada del mundo, que había desafiado todas las leyes arquitectónicas y urbanísticas. La viga del tejado de una casa rozaba, a veces, los cimientos de la siguiente y sin duda se trataba del único lugar en el mundo donde, si uno se caía a un lado del camino, podía aparecer sobre el tejado de una mansión elevada. Esto lo sabían mejor que nadie los borrachos.
Era ciertamente una ciudad asombrosa. Se podía ir caminando y, de desearlo, alargar un poco la mano y colgar el sombrero de la aguja de un minarete. Muchas cosas eran aquí increíbles y muchas otras como salidas de un sueño.
Si la ciudad albergaba a duras penas la vida humana en sus miembros y bajo su caparazón de piedra, tampoco evitaba causarle incontables dolores, arañazos y heridas a esa vida, y era algo natural pues se trataba de una ciudad de piedra y todo contacto con ella era áspero y frío.
No resultaba fácil ser niño en esta ciudad.
I
- Afuera, la noche invernal había envuelto la ciudad en agua, en niebla y en viento. Con la cabeza tapada bajo el embozo, yo escuchaba el ruido sordo y monótono de las gotas de lluvia sobre el gran tejado de nuestra casa.
Imaginaba cómo las gotas innumerables rodaban en aquel instante sobre las aguas inclinadas del tejado, apresurándose a caer cuanto antes a tierra para evaporarse después y volver a encaramarse allá arriba, en el cielo blanco. No sabían que en los aleros del tejado les esperaba una trampa oculta, el canalón de hojalata. Justo cuando se disponían a brincar del tejado al suelo, se encontraban de pronto en el interior del estrecho canalón junto con miles y miles de sus compañeras que se preguntaban amedrentadas: «¿A dónde vamos?, ¿a dónde nos llevan?». Entonces, antes de que hubieran podido recuperarse de su alocada carrera por el tubo, caían bruscamente en una prisión honda y oscura bajo la tierra, en el enorme aljibe de nuestra casa. De este modo llegaba a su fin la vida libre y gozosa de las gotas de lluvia.
Allí, en el aljibe negro y mudo, recordarían después con tristeza los espacios celestes que ya jamás volverían a contemplar, las ciudades extraordinarias a sus pies y los horizontes plagados de relámpagos. Tan sólo yo, alguna vez, les enviaría con mi espejo un fragmento de cielo, tan pequeño como la palma de una mano, que jugaría durante un rato en la superficie del agua, como un breve recuerdo del firmamento infinito.
Pasarían muchos días, incluso meses, aburridas allá abajo, hasta que mi madre las sacara con un cubo, aturdidas y desconcertadas por la oscuridad, y lavara con ellas nuestra ropa, la escalera y el suelo de la casa.
Pero, por el momento, no sabían nada. Corrían ahora llenas de vigor y alegría por las lajas de piedra del tejado y yo, mientras escuchaba su sonido, sentía algo parecido a la compasión.