Había una vez un comerciante que era inmensamente rico. Tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres.
Sus hijas eran muy bellas, sobre todo la menor, a quien todos conocían como la Bella; de suerte que dicho nombre se le quedó, provocando muchos celos en sus dos hermanas. Esta joven, además de más bella, también era más buena que sus hermanas.
El comerciante perdió todos sus bienes de repente y no le quedó de todo ello más que una pequeña casa de campo que se encontraba muy lejos de la ciudad. Llorando les dijo a sus hijos que sería necesario ir a vivir al campo y que trabajando como campesinos podrían subsistir.
Cuando estuvieron en la casa de campo, el comerciante y sus tres hijos varones se ocuparon de labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se daba prisa en limpiar la casa y preparar la comida de toda la familia. Cuando terminaba sus labores se ponía a leer, tocaba el clavicordio, o bien cantaba mientras hilaba lana. En cambio, sus dos hermanas se aburrían muchísimo; se levantaban a las diez de la mañana, se paseaban durante todo el día y su único entretenimiento era echar de menos sus hermosos vestidos y las reuniones sociales.
- Mira a nuestra hermana menor - decían entre ellas -. Tiene una mente tan pobre y estrecha que es feliz con su desdichada situación.
Hacía un año que la familia vivía en la mayor soledad, cuando el comerciante recibió una carta: un navío con mercancías para él acababa de llegar a puerto. A sus dos hijas mayores esta noticia les hizo perder la cabeza. Cuando vieron a su padre listo para partir, le recordaron que les trajera vestidos y toda clase de frivolidades. La Bella, en cambio, no le pedía nada.
- ¿No me pides que te compre alguna cosa? - le preguntó su padre.
- Ya que eres tan bueno en acordarte de mí, padre mío - le contestó -. Te ruego que me traigas una rosa porque aquí no se dan.
El buen hombre partió, pero cuado llegó a su destino, le hicieron un juicio a causa de sus mercancías, y después de muchas penurias tuvo que regresar tan pobre como antes.
No había más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se alegraba de volver a ver a sus hijos, mas como debía pasar por un gran bosque antes de arribar a su hogar, se perdió en él; nevaba terriblemente; el viento soplaba tan fuerte que en dos ocasiones lo tiró del caballo. Cuando llegó la noche, pensó que moriría de hambre o de frío, o bien de los lobos, cuyos aullidos se escuchaban, lo devorarían.
De pronto, al final de una hilera de árboles, alcanzó a ver una intensa luz, que sin embargo parecía muy lejana. Se dirigió hacia ella y pudo comprobar que salía de un enorme palacio que estaba todo iluminado. Se apresuró a llegar a él, pero grande fue su asombro al no encontrar a nadie en los patios. Su caballo, que lo seguía, al ver una caballeriza abierta, se metió en ella. Al encontrar heno y cebada, el pobre animal, que estaba a punto de morir de hambre, se lanzó sobre ellos con avidez. El comerciante lo ató y se dirigió hacia el castillo, en donde tampoco encontró a nadie; al entrar en un gran salón halló un buen fuego y una mesa servida con toda clase de viandas; con cubiertos para una sola persona.
Como la lluvia y la nieve lo habían empapado hasta los huesos, se acercó al fuego para secarse mientras pensaba: "El dueño o la servidumbre de este castio sabrán perdonarme las libertades que me he tomado, ya que sin duda vendrán pronto". Esperó durante un largo rato; cuando sonaron las once y nadie aparecía, ya no pudo resistir más el hambre y tomó un pollo que devoró de dos bocados; también tomó varios sorbos de vino y, ya más audaz, salió de la sala y cruzó varios aposentos que estaban adornados con magníficos muebles. Por fin, encontró una habitación en la cual había un cómodo lecho y, como ya pasaba de la medianoche, se acostó en él. Eran las diez de la mañana del día siguiente cuando se despertó y quedó muy sorprendido al encontrar, a los pies de la cama, un traje limpio en vez del suyo que había quedado en muy mal estado.
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Cuéntame un Cuento
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