Capítulo VI: Fuego sagrado (I)

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Valkiria se despertó de buen humor. Tumbada de costado en la enorme cama con dosel que compartía con Shedeldra, se abrazó al cojín y miró por la ventana. El sol le acarició el rostro con delicadeza e iluminó la elegante habitación en la que se encontraba.

Junto al lecho había una mesita hexagonal de madera pintada de vivos colores que Shedeldra había abarrotado de objetos. También había otra mesa algo más alejada de la cama, baja y con la superficie de cobre bruñido adornada por una talla intrincada que representaba un sol laberíntico. En vez de por sillas estaba rodeada por redondos cojines de cuero bicolores que exhibían el mismo dibujo: los había negros y morados, naranjas y verdes, rojos y dorados. Del techo nacía un tapiz que caía por la pared como una cascada; en él, un toro oscuro aparecía en gesto triunfal pisándole la cabeza a una especie de felino blanco. Valkiria se preguntó qué significaría. Sabía que el toro negro era el símbolo de los Mitra, así que supuso que se trataba de la alegoría de alguna victoria. Para rematar el aspecto exótico que poseía la habitación, todavía deambulaba por el aire un olor suave, procedente de las cenizas del incensario que Shedeldra había encendido la noche anterior.

¿Qué más podía pedir? Una habitación lujosa, la calidez del sol, un desayuno delicioso... En verdad era un día estupendo.

Pero entonces recordó qué era lo primero que tenía que hacer aquella maravillosa mañana.

Estúpido Adrian, pensó, frunciendo el ceño. Si después de esta sigue sin controlar a su dragón... Gruñó y se levantó de la cama. Sus pies descalzos recorrieron el suelo cubierto de tibios azulejos esmaltados hasta llegar al baúl de viaje. La chica sacó el primer conjunto de ropa que pilló, uno normal y corriente, de los que usaba para estar por la Academia, y se lo puso sin perder un segundo, enganchando en la pechera del jubón el pequeño broche de acero con el escudo de la escuela de jinetes. Se cepilló el pelo y decidió dejarlo suelto, ya que la noche anterior había podido lavárselo en las termas de palacio.

Cuando se dio la vuelta pudo comprobar que Shedeldra (o lo que suponía que era ella) seguía durmiendo. Estaba hecha un ovillo bajo las sábanas, tapada por completo, y no daba señales de ir a despertarse pronto. Pero ¿no tendrá calor? Valkiria se acercó a ella y la tocó con un dedo.

-Shedeldra -llamó. Al no recibir respuesta, volvió a hincar el dedo un par de veces entre lo que intuía que eran las costillas de la chica isia-. Shedeldra -repitió, esta vez un poco más alto.

Nada. Ni siquiera un mínimo movimiento por parte de su compañera que indicara que por lo menos seguía viva. Valkiria se encogió de hombros, tomó la vaina que reposaba en una esquina de la habitación y sacó la espada con la naturalidad de quien ha repetido ese gesto más veces que amaneceres ha visto. Se acercó al bulto que yacía en la cama, le arrancó las mantas de encima y colocó el acero de tal forma que el plano de su hoja reflejara la luz del sol directa a la cara de su amiga.

Shedeldra apretó los párpados, molesta, pero acabó por despertarse.

-Buenos días -saludó, la última palabra convertida en un largo bostezo.

Valkiria le sonrió a la maraña de pelo que era su compañera y envainó la espada con el cariño de una madre, volviendo a dejarla donde la había cogido.

-¿Te ha gustado esa? -preguntó. Solía sorprender a la chica con nuevas formas de despertarla, y aunque la mayoría divertían a Shedeldra, había algunas que no le hacían mucha gracia.

-Bueno, es mejor que la del cubo de agua... -La morena se frotó los ojos y miró a su alrededor, embobada, disfrutando del exotismo de la habitación, que para ella debía de ser la típica decoración de cualquier estancia-. Es como estar en casa...

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora