La claridad del amanecer entraba inmaculada por dos ventanales gigantescos, la luz de la sala estaba apagada pero parecía que el sol se hubiera ocultado tras un escaparate y escanciara todo el salón. Ella reposaba los dos brazos níveos en la mesa y yo la observaba con circunspección sentado en una butaca.
—El... no era como tú, pero si era... ah, es que,... bueno yo me entiendo. ¿Qué quieres que te diga? Lo ame, lo ame como nada se ama en este mundo. Sentí una punzada de dolor, pero como si viniera de atrás, de otro tiempo. Era una sensación de asco que me hacía tambalear la realidad, lo miraba todo de manera diferente, como si la luz me zahiera, como si su voz me acuchillara, como si ella me hiciera agonizar.
— ¿Y tú? —carraspee, antes de formular la pregunta mi voz estaba desfallecida, tosí y me aclare la garganta— ¿Pudieron haber sido algo?
— ¿Quién lo sabe? Yo no. La vida da tantas vueltas, que a veces uno se cree seguro de sí mismo, hasta mataría por la convicción que se formó y ya en la noche no se sabe quién uno es. No lo sé, tal vez pudimos ser algo. Y digo algo por decir, pudimos... no lo sé.
— Tú también me recuerdas a ella... o sea, tus ojos eran los de ella. A veces los veo y me recuerda a los suyos.
— ¿Por qué, que tienen mis ojos? —Son hermosos y... trágicos. Tienen un mirar de tristeza ininterrumpida, como si rieras y se contrajera todo tu rostro en una risa hermosa, afable y tus ojos aun mantuvieran un velo de lejanía. Son como una tragedia perenne, una tristeza más allá de todo.
—A veces tú hablas como el, expones unas ideas... que nunca entiendo pero me gustan —dijo exhalando un gemido.
Ya la luz del alba había mermado y la oscuridad invadía la estancia, todo mostraba su sombra y la penumbra se acuclillaba en los rincones. Me levante a prender la luz, la encendí y voltee a verla. Y no estaba. Estaba solo su palidez, se le movía el labio superior y sollozaba amargamente, y un brillo refuljo como una mano saliendo de un mar, relampagueo en sus ojos y supe que había vuelto.
—Ricardo —me dijo y callo. Se hizo un silencio supremo, nada, sin sonido no había nada, todo estaba calmo. Yo estaba consciente que mi nombre era Simón, pero su anterior querido se llamaba Ricardo. De allí, del subterfugio de aquella sombra venia este silencio, de atrás, venía con un peso de vida dejada. Se podía decir que este silencio era añejo y teníamos tiempo cargándolo. Yo la mire, y llore, llore mucho. Y al fin le dije. —Yo también te amo Sofía. Aunque ella se llamaba Michelle.
Ella sonrió y también sonrieron sus ojos de tragedia. Volteo y me dijo. —Yo más, siempre yo más. La abrace, pero no era ella, nunca lo seria. Pero la abrace como si lo fuera.