Nuestros padres nos observaron con enfado.
-Elideth, Rick, este no es un dÃÂa para irse de juerga y olvidarse de todo y creo que sois lo suficiente maduros como para saberlo.
Retorcàmis dedos. Mientras la regañina se prolongaba y no parecÃÂa tener fin, yo no podÃÂa evitar mirar de reojo el paisaje a mis espaldas.
Era el dÃÂa de las Velas en la ciudad de Tessa. La gente las encendÃÂa con el fuego de su poder, y pequeñas llamas de colores, azul, rojo, violeta, gris, creaban una red de tela a su alrededor, como un pequeño globo. Estas figuras redondas, eran llevadas por el viento, y el cielo se llenaba con ellas, creando una hermosa imagen.
Cuando mi padre, cuyas mejillas habÃÂan enrojecido por el enfado, terminó su discurso, procedió al tema, que yo, en su momento, tanto habÃÂa temido. Tragué saliva.
Los padres de Rick se cruzaron de brazo, y vi como su madre le daba un apretón a su hijo y una mirada apreciativa en mi dirección.
-Este momento tendrÃÂa que haber tenido lugar esta mañana.-se quejó mi padre sacando la navaja familiar, un pequeño cuchillo plateado decorado con piedras preciosas.
Aún recuerdo con terror el dieciseisavo cumpleaños de mi hermano. Alec temblaba bajo el filo del cuchillo. Yo, oculta tras el pareo azul de mi madre y aferrada a sus piernas, no podÃÂa tener peor recuerdo. No me podÃÂa imaginar que aquello fuera algo por lo que considerar especial el dÃÂa. En ese momento no entendÃÂa todo lo que conllevaba. La sangre de mi hermano brotó rojiza. Luego, gotas azules cayeron sobre el baldosÃÂn del suelo.
Extendàmi mano con valentÃÂa delante de él.
-Sé de qué color es mi sangre, papá.-le dije.
El silencio se hizo entre nosotros, como si uno de nosotros se hubiera encargado de hacerlo reinar en el contrario. Mi madre centró su mirada en el suelo, y pude ver algo de dolor cruzar sus ojos. El padre de Rick, e incluso su madre comenzaron a discutir, a increpar. Sus palabras no me hicieron daño, pues ya habÃÂa hecho una promesa, e iba a cumplirla. Lo que sàme lo hizo, fue la mirada decepcionada de mi padre. Arrebaté el cuchillo de sus manos. Rick también me observaba, con el labio inferior temblando, sorprendido.
Lo siento.
Rasqué mi palma, y un montón se sangre roja empapó los baldosines, sin piedad. La promesa se habÃÂa fijado al fin. Mi vida como sangre roja empezarÃÂa por una cicatriz. Aunque tenÃÂa una más profunda, e invisible, que nunca nadie podrÃÂa ver.
A partir de ahÃÂ, todo sucedió muy rápido. Me mareé un poco, pero sólo mi madre se dignó a sostenerme. A mÃÂ. A una sangre roja. Contemplé como en un segundo plano a Rick, que rajó su dedo con la daga de su familia. Ni si quiera un poco rojiza. El azul de la nobleza corrÃÂa por sus venas.
Mi madre limpió mi herida y luego la hizo cerrarse con su magia. Observé en las arrugas de sus ojos y sus rápidos movimientos, la fuerza de una madre, por defender a su hijo. Pero no el suficiente cariño, que en ese momento, me habrÃÂa devuelto a ser lo que era.
El padre de Rick le susurró algo al mÃÂo. Su gesto era inexpresivo, pero podÃÂa ver la dureza en cada músculo de su cuadriculado rostro. ¿Y Rick? Él ni si quiera me miraba. Su padre sacó del bolsillo de su pantalón una hoja doblada. La extendió. Pestañeé. Una dos veces. Antes de que cerrara los ojos, el papel estaba completo, un poco arrugado y plegado sobre una temblorosa mano. Cuando los abrÃÂ, estaba roto en miles de pedazos. Éstos cayeron al suelo con facilidad, pero no me dediqué a mirarlos. Sólo tenÃÂa ojos para alguien que habÃÂa decidido hacer mentiras palabras vivas desde hace más de quince años.
Los padres de Rick y él mismo, abandonaron el patio donde estábamos y subieron a su habitación. En ese momento el auténtico huracán tuvo lugar. Me tapé los oÃÂdos con las manos mientras sus gritos me golpeaban una y otra vez sin piedad.
Que si era una vergüenza.
Que era peor que mi hermano.
Que mi sangre rozaba el suelo.
Que no podÃÂa llamarme maga a màmisma.
Y una cosa en especial que me hizo sentar bien.
Que no querÃÂa verme más. A partir de ese verano, vivirÃÂa con mis abuelos.