Zapatos de cristal...

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La princesa caminaba en silencio, entre medio de personas que pasaban a su lado sin dirigirle la mas mínima palabra.

No le importaba. En ese preciso momento ninguna maldita cosa le importaba.

Llevaba el cabello suelto, mientras que el viento jugueteaba con los mechones que lograban salirse de su capucha.

No entendía demasiado por qué había terminado ahí; por qué, después de tanto tiempo, venía a ocurrírsele que en definitiva los hombres eran todos unos malditos canallas.

Ella, que nunca en su vida había sentido aquella extraña sensación, que recién empezaba a experimentar eso que muchos llamaban amor, había visto cómo su burbuja de cristal se rompía en pedazos por culpa de aquel infeliz que la había llenado de ilusiones y sueños.

Te amo, le había dicho una vez, y sin embargo, ahí estaba, con los ojos brillosos y apartada del mundo en que habitaba.,

Pero lo tenía que reconocer. No era de él la culpa. No, claro que no.

Era de ella. Era suya la culpa. Por ser una tonta, por dejarse llevar tan fácil por esas palabras que tan poco tenían de sinceras.

Ahora ya no le quedaba nada. Un castillo, vestidos, coronas, y todas esas idioteces que la habían rodeado desde niña.

Pero, en su corazón, ya no quedaba nada, nada más que un abominable rencor, y un hueco de tristeza tan profundo como el mar.

La gente seguía caminando a su lado, entre motas de luz salvaje, entre el silencio lúgubre de la melancolía, mientras la lluvia empezaba a caer y el corazón roto de la princesa se desgarraba más y más.

A lo lejos, entre la multitud, llegó a ver el río, iluminado por los relámpagos que sacudían la tierra.

Una lagrima solitaria se deslizó por su mejilla..

Sin mirar atrás, apresuró el paso y llegó hasta el borde del risco. Debajo, las olas se batían cruelmente contra las rocas filosas que asomaban por entre la espesura de aquellas frías aguas.

En el cielo, apenas se alcanzaba a ver un haz de luz que atravesaba las oscuras nubes, ya tan oscuras como muerto estaba su corazón.

El viento jugó por última vez con su pelo.

Las gotas de lluvia siguieron cayendo, chocando contra el cristal de los zapatos de la princesa, donde sus pies descalzos se fueron para volar por la eternidad.

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