TARÁNTULA

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RESUMEN

En la vida de Richard Lafargue, cirujano plástico, hay dos mujeres: Viviane y Ève. La primera, su hija, sufre los estragos de la locura en un manicomio. La segunda, una joven sensual y sofisticada, atrae a todo hombre que se cruce con ella (menos a Richard). Para ésta Richard ha preparado una jaula de oro y unos castigos periódicos con los que pretende vengar una antigua afrenta que Ève desconoce. No lejos, un joven ladrón, y asesino por accidente, se esconde de la policía y busca ayuda en el médico. Internarse en el peligroso triángulo formado por una loca, un hombre enfermo de venganza y una mujer fatal y humillada es lo más arriesgado que ese matón de poca monta ha hecho en toda su vida.

PRIMERA PARTE
LA ARAÑA

1

Richard Lafargue caminaba despacio por el sendero alfombrado de grava, en dirección al pequeño estanque encajonado entre los árboles que bordeaban la tapia de la villa. La noche era clara -una noche de julio- y el cielo aparecía sembrado de una lluvia de destellos lechosos. Oculta tras unos nenúfares, la pareja de cisnes dormía plácidamente con la cabeza bajo el ala; la hembra se había acurrucado grácilmente contra el cuerpo imponente del macho. Lafargue arrancó una rosa y aspiró un instante su perfume dulzón, casi empalagoso, antes de volver sobre sus pasos. Al otro lado del sendero flanqueado de tilos se alzaba la casa, un edificio compacto y achaparrado, desprovisto de gracia. En la planta baja se encontraba el office, donde Line, la asistenta, debía de estar cenando. A la derecha, se apreciaba una luz más intensa y un ronroneo amortiguado: el garaje, donde Roger, el chófer, probaba el motor del Mercedes. Por último, el gran salón, cuyas oscuras cortinas tan sólo dejaban filtrar estrechos rayos de luz. Lafargue levantó la vista hacia el primer piso y su mirada se detuvo en las ventanas de las habitaciones de Ève. Una tenue claridad, un postigo entreabierto por donde escapaban las tímidas notas de un piano, los primeros compases de esa canción, The Man I Love... Reprimió un gesto de irritación y, apretando el paso, entró en la casa. Tras cerrar de un portazo, se dirigió casi corriendo a la escalera y subió los peldaños conteniendo el aliento. Al llegar arriba levantó el puño, pero en el último momento se retuvo y se resignó a llamar suavemente con el nudillo del dedo índice. Abrió los tres cerrojos que atrancaban por fuera la puerta de los aposentos donde vivía la que se obstinaba en hacer oídos sordos a su llamada. Sin hacer ruido, cerró la puerta y se adentró en la salita. La estancia estaba sumida en la oscuridad; tan sólo la lámpara que había sobre el piano difundía una claridad tamizada. Al fondo de la habitación contigua, la última de los aposentos, el lívido neón del cuarto de baño arrojaba una deslumbrante mancha.

Se acercó en la penumbra al equipo de música y bajó el volumen a cero, interrumpiendo las primeras notas de la melodía que seguía en el disco a The Man I Love. Dominó su cólera para formular un comentario acerbo -aunque expresado en un tono neutro y exento de reproches- sobre el tiempo razonable que se puede tardar en maquillarse y elegir el vestido y las joyas apropiadas para el tipo de velada a la que Ève y él estaban invitados. A continuación entró en el cuarto de baño y, al ver a la joven tranquilamente sumergida en una densa espuma azulada, reprimió un reniego. Exhaló un suspiro. Su mirada se cruzó con la de Ève; el desafío que intuyó en sus ojos le suscitó una carcajada de sarcasmo. Meneó la cabeza antes de salir, casi divertido por esas niñerías. Una vez en el salón, en la planta baja, se sirvió un whisky del bar instalado junto a la chimenea y se lo bebió de un trago. El alcohol le quemó el estómago y su rostro se contrajo en una mueca involuntaria. Se dirigió entonces hacia el interfono que comunicaba con los aposentos de Ève, pulsó la tecla y carraspeó antes de gritar, con la boca pegada a la rejilla de plástico: -¡Haz el favor de darte prisa, zorra! Ève dio un brusco respingo cuando los dos altavoces de trescientos vatios empotrados en las paredes de la salita reprodujeron a todo volumen el berrido de Richard. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo mientras salía sin prisa de la inmensa bañera circular y se ponía un albornoz; luego se sentó ante el tocador y comenzó a maquillarse manejando el lápiz de ojos con rapidez y soltura. El Mercedes, conducido por Roger, salió de la villa de Le Vésinet para dirigirse a Saint-Germain. Richard observaba a Ève, sentada en actitud indolente a su lado. La joven fumaba distraídamente, acercando con regularidad la boquilla de marfil a sus finos labios. Las luces de la ciudad penetraban de forma intermitente en el interior del coche y arrancaban efímero» destellos al ajustado vestido de seda negra. Ève mantenía la cabeza echada hacia atrás y Richard no podía verle la cara, iluminada tan sólo por el resplandor rojizo del cigarrillo.

Tarántula - Jonquet ThierryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora