Cenizas.

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Ese malnacido siempre llegaba tarde, y nunca se disculpaba. No se retrasaba unos minutos; más de una vez se había pasado dos horas sentado en la terraza de un bar esperándolo, así que a menudo terminaba recibiéndolo medio borracho y sin muchas ganas de hablar. A veces ni siquiera sabía por qué seguía quedando con ese tipo, perdía toda la tarde por un chaval que nunca le daba buenas noticias. Esta vez no iba a ser diferente, tenía ese presentimiento que lo invadía cada vez que ocupaba una silla de ese local. Santi le decía que era un lugar de puta madre para tomar unas cervezas, el camarero era un cincuentón enrollado con una increíble cantidad de pelo en la cabeza y unas ganas terribles de entablar amistad con todo aquél que entrara en su dominio. Solo había hablado dos veces con él, todas las demás había sido el pesado de Santi quién se había enrollado a contarle hasta de qué color era el rotulador que coronaba la puerta del baño de aquella discoteca de moda, en la que se había tirado a alguna tía con el pelo de colores y medias rotas. El tío parecía tener una obsesión en relatarle su vida a cualquier persona que quisiera oírla —que increíblemente no eran pocas—, pero por algún motivo que todavía no lograba a alcanzar, lo elegía a él, el mismo al que también acudía cuando necesitaba dinero para material o un lugar donde dormir.

Habían sido muy buenos amigos tiempo atrás, pero eso era agua pasada y el cabeza hueca de Santi parecía no querer entenderlo. Y él, como un idiota, seguía respondiendo a sus llamadas y haciéndole favores. Al menos podría tener la decencia de presentarse a la hora acordada. Este tema empezaba a tocarle las narices de buena manera. Si no aparecía en diez minutos iba a marcharse con la intención de no volver a pisar ese bar en toda su vida.

—¿Te pongo otra?

El regente lo llamó desde la barra. Era la quinta cerveza que se tomaba, empezaba a notar el punto y había venido en coche. Negó con la cabeza mientras se terminaba el sorbo que le quedaba, pero unos segundos después se lo pensó mejor y levantó la mano para señalarle que le importaba bien poco el hecho de que tuviera que volver a casa conduciendo.

—Claro que sí. —dijo el camarero con una sonrisa socarrona—. Esperando a Tom, ¿eh?

¿Tom? Hacía años que no utilizaba ese nombre, al menos que él supiera. Solía firmar sus graffitis con ese tag cuando se juntaba con aquella banda de paletos, pero según tenía entendido por el mismo Santi, aquello era agua pasada. Ahora se dedicaba al arte callejero en solitario, lo había decidido tras la muerte de su mejor amigo, Alex, del cual nunca hablaba y te rompía los dientes si te atrevías a sacar el tema. Ese chico casi había sido de su propiedad, se habían llevado entre manos algo más que una buena amistad y los rumores que circulaban acerca de eso lo ponían de muy mala leche. Por eso nunca le había pedido que le hablara de Alejandro, aunque tampoco había sido necesario. Él mismo le había contado toda la historia, y dudaba de que se la hubiera contado a alguien más, más allá de sus amigos del crew.

Se encendió el tercer cigarrillo cuando Santiago apareció por la terraza del bar. Unos tejanos roídos, zapatillas viejas y una cazadora Bomber que acentuaba su ancha espalda y los rasgos cuadrados de la mandíbula. Era un tipo con suerte.

Al verlo entrar con tanta parsimonia, sin ninguna atisbo de urgencia en sus maneras —siempre toscas—, tuvo unas ganas irrefrenables de liarse a hostias allí en medio.

—¿De qué coño vas?

Santi se sentó enfrente y le dio una calada profunda al cigarro. El pelo cenizo le caía por encima de los ojos, otorgándole un halo de misterio que lo único que le provocaba era risa. Mirada profunda y una nariz prominente; intimidaba si no se le conocía, pero era todo fachada. Solo se ponía brusco en según qué situaciones, en general era un tío majo, no simpático, y pocas veces amable, pero majo al fin y al cabo.

Vértigo (Título provisional)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora