Hace dos meses que te fuiste y desde hace dos meses, salvo una postal en la que mecomunicabas que todavía estabas viva, no he tenido noticias tuyas. Esta mañana, en el jardínme detuve largo rato ante tu rosa. Aunque estamos en pleno otoño, resalta con su colorpúrpura, solitaria y arrogante, sobre el resto de la vegetación, ya apagada. ¿Te acuerdas decuando la plantamos? Tenías diez años y hacía poco que habías leído El Principito. Te lohabía regalado yo como premio por tus notas. Esa historia te había encantado. Entre todos lospersonajes, tus predilectos eran la rosa y el zorro; en cambio, no te gustaban el baobab, la serpiente,el aviador, ni todos esos hombres vacíos y presumidos que viajaban sentados en susminúsculos planetas. Así que, una mañana, mientras desayunábamos, dijiste: «Quiero unarosa.» Ante mi objeción de que ya teníamos muchas, contestaste: «Quiero una que seasolamente mía, quiero cuidarla, hacer que se vuelva grande.» Naturalmente, además de la rosatambién querías un zorro. Con la astucia de los niños, habías presentado primero el deseoaccesible y después el casi imposible.
¿Cómo podía negarte el zorro después de haberte concedido la rosa? Sobre este extremodiscutimos largamente y por último nos pusimos de acuerdo sobre un perro.
La noche antes de ir a buscarlo no pegaste ojo. Cada media hora llamabas a mi puerta ydecías: «No puedo dormir. » Por la mañana, al dar las siete ya habías desayunado y te habíaslavado y vestido; con el abrigo ya puesto, me esperabas sentada en el sillón. A las ocho ymedia estábamos ante la entrada de la perrera. Todavía estaba cerrada. Tú, mirando por entrelas rejas, decías: «¿Cómo sabré cuál es precisamente el mío? » En tu voz había una granansiedad. Yo te tranquilizaba, decía: «No te preocupes, acuérdate de cómo el Principito domesticóal zorro. »
Volvimos a la perrera tres días seguidos. Allí dentro había más de doscientos perros y túquerías verlos a todos. Te detenías delante de cada jaula y allí te quedabas, inmóvil y absortaen una aparente indiferencia. Entretanto, todos los perros se abalanzaban contra la redmetálica, ladraban, saltaban, trataban de arrancar el enrejado con las garras. Estaba connosotras la encargada de la perrera. Creyendo que eras una chiquilla como las demás, paraque te animaras te mostraba los ejemplares más hermosos: «Mira aquel cocker», te decía. Otambién: «¿Qué te parece aquel lassie?» Por toda respuesta emitías una especie de gruñido yproseguías tu marcha sin hacerle caso.
A Buck lo encontramos el tercer día de ese vía crucis. Estaba en una de las jaulas traseras,esas donde alojan a los perros convalecientes. Cuando llegamos ante el enrejado, en vez deacudir a nuestro encuentro como todos los demás, se quedó sentado en su sitio sin levantarsiquiera la cabeza.
«Ése -exclamaste señalándolo con el dedo-. Quiero ese perro.» ¿Te acuerdas de la caraestupefacta de aquella mujer? No lograba entender que quisieras entrar en posesión de aquelhorrendo gozquillo. Sí, porque Buck era pequeño de talla pero encerraba en su pequeñez casitodas las razas del mundo. Cabeza de lobo, orejas blandas y colgantes de perro de caza, patastan airosas como las de un basset, la cola espumosa de un perro de aguas y el pelo negro ytostado rojizo de un dobermann. Cuando nos dirigimos a las oficinas para firmar los papeles,la empleada nos contó su historia. Lo habían arrojado de un coche en marcha a principios delverano. En ese vuelo se había herido gravemente y por eso una de las patas traseras le colgabacomo muerta.Ahora Buck está aquí, a mi lado. Mientras escribo, de vez en cuando suspira y acerca suhocico a mi pierna. El morro y las orejas se han vuelto casi blancos a estas alturas y, desdehace algún tiempo, sobre los ojos le ha caído ese velo que siempre nubla los ojos de los perrosviejos. Al mirarlo me conmuevo. Es como si aquí a mi lado hubiera una parte de ti, la parteque más quiero, esa que, hace años, entre los doscientos huéspedes de aquel refugio supoescoger el más infeliz y feo.
Durante estos meses, vagabundeando en la soledad de la casa, los años deincomprensiones y malhumores de nuestra convivencia han desaparecido. Los recuerdos queme rodean son los recuerdos de cuando eras niña, una cachorrita vulnerable y extraviada. Aella es a quien le escribo, no a la persona bien defendida y arrogante de los últimos tiempos.Me lo ha sugerido la rosa. Esta mañana, cuando pasé a su lado, me dijo: «Coge un papel yescríbele una carta. » Ya sé que entre nuestros pactos, en el momento de tu partida, estaba elde no escribimos, y con pesadumbre lo respeto. Estas líneas jamás levantarán el vuelo parallegar a tus manos en América. Si yo no estoy cuando regreses, ellas estarán aquí esperándote.¿Qué por qué hablo así? Porque hace menos de un mes, por primera vez en mi existencia,estuve gravemente enferma. Así que ahora sé que entre todas las cosas posibles, también secuenta ésta: dentro de seis o siete meses podría ocurrir que yo no estuviese aquí para abrir lapuerta y abrazarte. Hace mucho tiempo, una amiga me comentaba que en las personas quenunca han padecido nada, la enfermedad, cuando viene, se manifiesta de una manerainmediata y violenta. A mí me ha ocurrido precisamente eso: una mañana, mientras estabaregando la rosa, de golpe alguien apagó la luz. Si la esposa del señor Razman no me hubiesevisto a través del seto que separa nuestros jardines, con toda seguridad a estas horas seríashuérfana. ¿Huérfana? ¿Se dice así cuando muere una abuela? No estoy del todo segura. Talvez los abuelos están considerados como algo tan accesorio que no se requiere un término queespecifique su pérdida. De los abuelos no se es ni huérfano ni viudo. Por un movimientonatural se les deja a lo largo del camino, de la misma manera que, por distracción, a lo largodel camino se abandonan los paraguas.