Capítulo Treinta y Cinco

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''¿HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE?''

Una mañana de un día cualquiera de julio. La voz del presentador de radio retumba por mi habitación a modo de despertador mientras yo, compadeciéndome de mi suerte, me dispongo a afrontar otro maldito día más de mi vida. Las risas de los niños se pierden en el eco de las calles de la ciudad, pintando de colores todos los rincones de esta. Abro los ojos lentamente y clavo la mirada en el techo repleto de estrellas fluorescentes, de esas que brillan en la oscuridad. Dejo caer el brazo encima de la mesilla y pulso el botón que apagaba la irritante voz de esa ama de casa desocupada que llamaba al programa de quejas cómicas matutino que hace de despertador. Incorporo mis cuarenta y tres kilos sobre el colchón y meto mis pies helados en las zapatillas mullidas con forma de conejo de Alicia en el País de las Maravillas. Me espera otro largo, estúpido, y molesto día.

Pero esta vez no hay nadie que interrumpa mi despertar. Esta vez no hay gritos que buscan sus calcetines blancos.

Me pongo mi camiseta de rayas horizontales en silencio, mirando a un punto fijo, mientras la soledad y la derrota se cuelan por mis oídos haciéndome sentir vacía, triste, rota. Todas las mañanas lo mismo. Con tan sólo pensar en el día que me espera, otro día más, me entran ganas de volver a meterme bajo las sábanas y no salir nunca, nunca, nunca más de ahí debajo. Y digo yo, ¿cuántas veces me he planteado ya escapar...? El suicidio, el abandono, lo que quiera que pueda sacarme de esta maldita rutina. Ya no hay forma de sacar fuerzas ni para eso. La misma sensación todas las mañanas. Cada día que pasa tengo más sueño, cada día que pasa necesito dormir más, o bien no despertarme. Nunca parece ser suficiente. La rutina me puede del todo.

Me hago una coleta rápida y me lavo los dientes, cargo mi mochila morada y llena de chapas al hombro y salgo a la calle sin despedirme de nadie porque ya, desde hace tiempo, no queda nadie de quien despedirse. Un pajarito se posa en una rama de un árbol y pía un par de veces, acompañando a todos los niños que corren por las calles esa mañana veraniega. Sin problemas, ni preocupaciones, ni ganas de morir. Sin ningún vacío dentro y con todas las emociones en su sitio. Observo cómo sacude cada una de sus alas llena de plumas y posa sus patitas minúsculas en la rama de aquel árbol sin hojas. No silbo nada porque no tengo ganas de silbar, ya no. Solo miro cómo canta. Y canta. Y canta sin parar. Lloro y el pajarito se marcha. Como hace todo el mundo cuando dejas de estar bien. Me ajusto la coleta e imagino dónde estarán volando esas alas ahora, libres, sin obligaciones, sin rutinas, lo más lejos posible de aquella chica de pelo avellana y ojos tristes. Tristes a más no poder. Cuantísimo envidio a los pájaros desde siempre, volando de un lado para otro, bajo la sombra de los árboles en verano. Camino mirando al suelo como cada vez, pensando en nada y en todo al mismo tiempo. Rojo. Una anciana se dispone a cruzar pero un hombre a mi lado le agarra del brazo y le señala el semáforo en rojo. La mujer agradece al desconocido las molestias y el hecho de que, sin darse cuenta, acaba de salvarle la vida. Yo miro impasible. Casi descaradamente. Pienso que quizá, si ese hombre no le hubiera agarrado, esa mujer estaría ya en alguna otra parte. Con mi hermano, con mis abuelos. Quién sabe. Qué sencillo lo tienen algunos. Daría lo que fuera por poder ser esa anciana ahora mismo, pero no a la que salvan, sino a la que atropellan. Que te maten en un atropello es una de las mejores cosas que puede pasarte, sin duda. Camino sobre las baldosas mojadas a causa del riego (que por cierto, me sé ya de memoria) hasta darme de cara con ninguna parte. No sé donde estoy ni de dónde vengo. Como siempre. Sin rumbo alguno donde ir.

Me compro un helado de pistacho como solía hacer con el abuelo, en la misma heladería de siempre. Hace años que no como de ese helado. Me siento en un banco de piedra de la plaza a comerme el helado y contemplar a todos los que pasan por allí. No tengo nada que hacer. El helado escurre por el cucurucho, deslizándose sobre mis dedos, mi muñeca y mi codo, y precipitándose al vacío desde allí. El sol sofocante lo derrite poco a poco. Me canso del helado antes de terminarlo y me levanto a la papelera más cercana. Un chico trata de tirar una bola de papel, pero no encesta. La recojo del suelo y la meto yo misma en la papelera. Deambulo por ahí un rato. Me siento en el suelo y dibujo cosas sin pies ni cabeza. Lo mismo da. Saco un rollo de celo y pego el dibujo en la pared, como acostumbro a hacer todos los días. ¿Qué más...? Ah, sí. Me acerco a la casa de Nico. No mucho, solo lo suficiente. Me siento en unas escaleras cercanas, y me acuerdo de todas las veces que subía esas escaleras y él me esperaba arriba con los brazos abiertos, una película en el ordenador que nunca acabábamos de ver y un par de cervezas en el frigo. A mí no me gusta la cerveza, pero él no lo sabía. Me acuerdo de todos los besos, de los t'estimo que me ponían los pelos de punta. Me acuerdo de todas las veces que me hacía tocar las estrellas. Porque las tocaba, las rozaba y luego no quería bajar de allí. Del cielo, de las nubes. Lloro otra vez y me seco las lágrimas con la camiseta. Me acuerdo de todo nuestro amor, y me acuerdo de que está roto y perdido. Me levanto de las escaleras y deambulo por otro lado. Me baño en el río con la ropa puesta. Canto a voz de grito hasta que me duele la garganta. Lloro hasta que consigo deshidratarme. Pienso, siento, quiero y recuerdo hasta que noto como se me vuelve a ir la cabeza. Y entonces me cargo otra vez la mochila y me vuelvo a casa. Y me tumbo en el suelo, en el cuarto de mi hermano. Y miro otra vez las estrellas de su techo. Me pregunto cuál sería el precio de poder tocarlas, como me hacía tocar las mías Nico. Qué tengo que hacer para volver a ser feliz de nuevo. ¿Encontrar mi norte, quizá? Suena tan sencillo... Vuelvo a mirar a las estrellas en el cielo. ¿Qué es lo que falta? Mi hermano, mi abuelo, Nico. Los tres puntos cruciales para seguir con lo que quiera que tengo que seguir. Mis únicos objetivos. ¿Y ahora qué? Aquí sola, sin nada a lo que agarrarme, sin nada que hacer. Sin norte. Me froto la cara con fuerza y sin quererlo vuelvo a llorar. Y lloro. Y lloro. Y lloro. Lloro tanto que lo veo sencillo. Me estoy muriendo. Me estoy muriendo de tristeza. Estoy logrando lo que por fin quería. Morir. Y solo me ha costado seis intentos. Ni uno más, ni uno menos. Quizá esa fuera la metáfora de Nike. Siete vidas, como un gato. Quizá esa fuera la metáfora de la palabra victoria en griego. La derrota absoluta seguida de la muerte. Y por fin he conseguido descifrar tal acertijo. Por fin lo he conseguido. Sonrío tranquila, curiosa, independiente, sigilosa y astuta, como un felino. Como mi pequeño Nike. Cobarde e interesado.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora