El parque de la oscuridad

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Nunca se es lo suficientemente melancólico. Las parejas vienen, se besan, se acarician, se tocan sin pudor en los recintos público en donde yo solía recrearme con mis similares, por un tiempo, luego pasé a hacer lo que hoy hacen estos seres de no más de veinte; explorarse. Siempre me han parecido temáticas interesantes, los cambios graduales, el crecimiento general del ser humano, mucho más el evaluar y comparar, me resulta fascinante.

Era divertido el venir los sábados con cualquier dama a disposición y explorar las zonas no-baldías, lo que para ese tiempo era la moda en algún sentido, el estar con alguien físicamente, nada relacionado a las computadoras de hoy en día, que me enferman, no porque yo sea anticuado o algo similar, es un sentimiento de repulsión porque no saben del todo lo que se están perdiendo, aunque el tema cibernético es algo que evito para conservar la cordura. Danzábamos de arriba hacia abajo, no reinaba ningún tipo de pena o lástima, hacíamos cuanto queríamos, los demás también, nadie hablaba en el contexto de decir una oración, un pseudo-acuerdo, leyes que no existían pero regían, se venía para hacer lo que en casa no se podía: tener relaciones sexuales.

La cantidad de cosas vistas en aquel sitio no está determinada, porque todos colaborábamos, ningún ente gubernamental – que realmente hiciera su trabajo – se enteró por años. Luego de ver El Club de la Lucha meses después de mis andanzas en este parque descubrí que era la misma mecánica pero con la variante de la violencia, del tipo de violencia visto. Quizá algún miembro oxidado de lo que podría llamarse como La Comunidad Sexual del Parque que está leyendo esto está preparando alguna venganza contra mí.

Ahora todo está lejano, entré a donde debería estar el parque, pero no es así, es algo más. Pienso que soy yo, que estoy drogado o ebrio, que es mi estado natural, lo fue en un tiempo, no estoy mal, ahí quedaba el parque, ahí dejé incalculable semen en unos dos años de placer y libertinaje, ¿qué pasa con esto? Es un salón de belleza, uno de esos modernos en donde usan hasta el manganeso quién sabe para qué, eso es lo que pienso, lo que percibo y lo que siento, no me siento bien, es como el ácido. Ya estoy adentro, es un salón unisex, me siento raro por haber pronunciado esa palabra dentro de mí como lo habría hecho cualquier mujer que penetré en este mismo sitio, en el desgraciado parque de la promiscuidad.

Siento un inmenso asco por estas mujeres obsesivas con su imagen, sólo unas cinco o seis se retocan muy simplemente, me gusta el maquillaje en las mujeres de hecho, pero veo máscaras, dignas de un carnaval en Río de Janeiro. No es eso lo que me preocupa, ahora sí me estoy dando cuenta de que las cosas han cambiado intensamente en esta ciudad, estructuralmente, porque seguíamos siendo basuras estelares que amaban la pornografía, aún sentíamos morbo por los asesinos y por los desquiciados, aún amábamos el sexo anal. ¿Por qué había sido demolido un lugar para el sexo libre y se había construido no sólo una peluquería, sino un gran centro comercial?

Qué puritano era, no lo niego, qué puritano soy.

No estaba triste por la demolición de un lugar como el Parque de los Cariños, estaba triste porque una parte de mí se había ido con esas rocas y ese pasto de los mil demonios. Lo material usualmente no me importaba, el parque era una excepción porque había enterrado una de estas famosas cápsulas del tiempo de niño, con ítems que había deseado ver desde que cumplí los veinticinco en ese sitio oscuro y lleno de ratas humanizadas. Un centro comercial me impedía el recordar algunas cosas con evidencias físicas.

Salí del salón de belleza con la caja de los cigarrillos a la mitad, bajé las escaleras con el cigarrillo en la boca y tratando de recordar qué había colocado en la cápsula, no lo recordaba, en esa época mis padres peleaban más de lo que yo amaba el helado de fresa y vaya que lo amaba. Suspiré hasta que vi a Natalia, era ella, sin duda, la misma que me había pedido que la llenara de mi líquido vital en un dialecto muchísimo más vulgar, el cual yo contesté muy cómodamente, yo también dominaba aquellos conceptos y aquellos verbos terribles que aún recuerdo. Pensé en tocarle el hombro y recordarle que yo había sido quien se la había cogido unos diez años atrás, pero aquello sonaba horripilante, volvía el tema de mi estadía psiquiátrica que tampoco ayudaba, volví a guardar mi mano libre en el bolsillo y continué hacia la salida.

Tomé el subterráneo, me hallaba de pie leyendo Fausto, una de las pocas cosas que me habían obsequiado allí, el camillero era un hombre absolutamente culto para mi sorpresa, él había sido mi benefactor en esa ocasión. Siempre leía el libro pero con mi nombre verdadero, Aaron Jackson, en la portada, con un paréntesis pequeño que contenía "Nero", con las letras acabadas, todo polvoriento, como había salido.

La cosa es que el universo no perdona y cambia sin tu permiso.

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