Relato Romance Paranormal

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Abrí los ojos y observé la negrura que me rodeaba. Otra pesadilla, otra visión de mi infierno personal, otro día sin dormir. Me senté a la orilla de la cama sintiéndome un poco mareado y nauseabundo. Me llevé una palma a la frente y la percibí más fría que nunca. Estaba sudando y respiraba con mucha dificultad. Los latidos de mi corazón me perseguían como yo alguna vez había perseguido a mis víctimas. Tenía miedo, muchísimo, petrificante miedo. Necesitaba un poco de aire. Me incorporé, tambaleando un tanto, y abrí la ventana de la pequeña habitación donde residía provisionalmente. El aire cargado de humedad me golpeó el rostro con fervor, provocándome un ligero mareo. La luna me iluminó y su repentina calidez irradió en mis adentros. Mi madre, mi carcelera y mi condena. Luna llena. Faltaban unas horas para mi siguiente conversión.

"Voy a verla", pensé.

Una noche especial para verla sin tener que esconderme más entre las sombras. La noche de noches para alimentarme intentando causar el menor daño posible a mi presa, arrancando una pierna, un brazo, algo que no terminara con más vidas relativamente inocentes, aunque resultara una quimera casi irrealizable dejar mi dieta por completo. Casi...

Pronto –me dije. Muy pronto me enfrentaría cara a cara conmigo mismo por todo aquello, por todos mis pecados. Tal vez eso fuera lo que me causara las pesadillas, ya que no existe un miedo tan irremediable para cualquier ente en la faz de la tierra como el temor de mirar a través de uno mismo y aceptarse tal cual (porque el corazón no miente, pero ¡qué bien se le da esconder una verdad que el cerebro supo desde un inicio!). Tal vez se tratara también del terror reflejado en los ojos de los miles de fantasmas mártires muertos a mis manos, sacrificados por una maldición que otro inmortal había considerado importante perpetuar en otra piel, mi piel, aquella de un Don Nadie que había perdido su nombre al momento de ser atrapado en el distante astro nocturno para convertirse solamente en Eskol, licántropo que persigue a la luna para devorarla, según la mitología escandinava.

–Devorar a la luna –bufé contrariado–. Devorar a la humanidad, mejor dicho. Acabar con los hijos de la tierra. Padecer con cada uno de ellos.

Cerré los ojos e inhalé el aire puro profundamente, apretando los puños con furia. Criaturas como yo merecíamos cualquier clase de tormentos y agonía; pero ella... ¿Por qué el Dios de los mortales se empeñaba en arrancarla de mi lado de manera tan voraz? Era lo único bueno que tenía, lo único puro, amable y amado. Mi dulce pequeña. Mi verdadera Luna. Su imagen me turbó la mente por unos segundos y, sin darme cuenta a ciencia cierta, una lágrima se acomodó en la orilla de mi pupila sin poner mucho empeño en no dejarse caer. Tal vez era ella la verdadera razón de mis pesadillas. Sí, lo era. Lejos de seguir perdiendo el tiempo entre lamentos, tomé unos jeans rasgados que a duras penas sobrevivían (ni siquiera mi ropa se salvaba al momento de transformarme), me coloqué un par de botas de motociclista y una camisa negra de mangas largas que acomodé hasta los antebrazos. El clima frío de Chicago concordaba con la temperatura de mi cuerpo, por lo que no solía afectarme, pero ahora estaba débil, así que los ventarrones me provocaban escalofríos muy dentro, en mi estructura ósea. Observé las llaves impávidas en el buró que estaba junto a la cama. Titubeé.

–Tienes que ser fuerte, por ella –me dije, tomándolas y saliendo a paso apresurado de la habitación.

Caminé por las amplias calles con la cabeza gacha, aunque podía notar por las cornisas de los ojos que todas las personas que se cruzaban conmigo me clavaban la mirada. Era inevitable. ¿Cada cuánto verían a un "hombre" de tez tan pálida, cabello negro, ondulado y largo hasta los hombros, estructura amplia, musculatura hecha para triturar huesos y sumamente alto, tanto como para alcanzar con facilidad las ramas de un árbol? No aquí, no en su raza. Agudicé el olfato y de inmediato localicé a la que sería la presa número dos mil setecientos siete. Un hombre menudo y sin gracias particulares. Alguien que pasaría desapercibido entre la gente. Le seguí hasta una calle oscura y esperé a que escuchara mis pasos detrás de él. Una vez que se percató de mi presencia, no pudo evitar voltear.

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⏰ Última actualización: Aug 28, 2015 ⏰

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